
Cuando Ana pasaba por las calles, era como si un ejército de mariposas se desplegase danzando por el aire, como si se acabase el invierno allá donde ella pusiera el pie, como si no hubiera noche allá donde empezaba su sonrisa, tan clara, tan maravillosa.
Yo era muy niña y la veía casi como una diosa hippie con sus cabellos al aire y la rebeldía del gesto, con la mirada clara rasgada en negros como una reina antigua del Nilo criada a orillas del Duero, entre el serrín de la carpintería de fachada rosa y la música del violín del señor Franco, un alquimista de la madera, un fabricante de sueños de manos prodigiosas.
Yo era una niña y la veía abandonada a sus carboncillos, a su pintura poderosa, pintura hembra y rotunda, conjugando la libertad en los trazos, espantando las soledades, jugando con la vida desde el coraje que sólo conocen los muy valientes. Yo era una niña y aún juro que nunca escuché con más veneración, con más cariño, con más respeto la palabra 'maestro' que en sus labios sonaba casi como una oración cuando hablaba de mi padre, como una Magdalena sin llanto y sin dolor, como la discípula más amada, la más querida. Ana.
Y fui creciendo sin perder de vista el aleteo de sus mariposas, la admiración ante la belleza que se posaba en todo lo que tocaba, la transparencia del verbo, el compás del latido, la calidez del abrazo, el verso de la sonrisa, la ternura que se multiplicó por mil cuando asomaron al mundo desde el milagro de su vientre Kankel,que escribe mariposas en el viento, Sergio y Mónica, su niña-siamesa, si parecía que hubiesen nacido unidas por un espacio común que va mucho más allá de las amorosas cadenas de un cordón umbilical.
Y nos reimos juntas, y nos reímos también de nuestras lágrimas y Ana seguía inventando mariposas, cosiendo primaveras en los cabellos, pintando a mujeres, retratando a los artistas, enseñando a los niños a modelar procesiones y portales de Belenes, bebiendo la vida a dos manos, poniéndose en pie sobre las arenas movedizas de la vida, sobre las heridas en el pecho, que a veces son tan voraces que nos engullen sin que nos de tiempo a apurar la copa de la alegría.
Ana se nos fue de vuelo en la mañana del domingo, libre como los halcones de Óscar, libre como los millones de mariposas que poblaron las calles aunque en diciembre las mariposas no se vean; libre como los millones de mariposas que caen en forma de lluvia en este diciembre húmedo, aunque no las escuchemos danzar en su cintura de aire, en su pelo invisible, en el rastro de su mano sin mentira, en el eco imperecedero de su canto. La dejamos ayer en la tierra, tan leve, empapada de amor y de esperanza, de la promesa de la vida al otro lado de la vida.
Gracias, Ana, por tantas cosas, por tanto arte, por tanta fuerza, por tantas mariposas que siempre serán tu sonrisa, tu presencia etérea a nuestro lado. Ahora, en tu vuelo, dime si de verdad es blanda, si existe la ternura, si ya conoces los secretos de la luz; dime, Ana querida, queridísima, a qué sabe tanto amor en lo eterno.