
Siempre me dieron cierto repelús esas vitrinas repletas de trofeos como si fuesen un recuento de méritos ante los demás. Quizá por eso nunca dejé copa ni medalla alguna en la repisa y aún hoy, cuando busco algo que por lo general no encuentro, me topo con alguna medalla de natación del año de la polka hibernando en algún cajón. Porque las únicas medallas que reconozco son aquellas en cuyas cintas y cordones sumo años y procesiones, emociones y silencios que me guardo para mí.
Pero estas dos copas sí estuvieron durante mucho tiempo a la vista del respetable. No son copas de cristal cantarín listas para romperse en un brindis, sino de metal baratillo y diseño cutre donde los haya. Una de ellas, la más grande, no es siquiera copa de ganador, sino de una perdedora segura. Y la otra no es copa de méritos, sino de sonrisas. Por eso siempre las consideré dignas de exhibirse, mientras guardé sin interés los vestigios que acreditaban mi paso, ya muy lejano, por los podium.
La primera, bastante horrorosa, me la dieron por llegar la última. En la placa pone: Natación, verano del 78. Nueve años cumplidos en abril. Categoría alevín. Miles de metros nadados todas las mañanas, todas las tardes. Ejercicios de calentamiento, cronómetros, vueltas japonesas, flexiones, descansito y vuelta a empezar. Supongo que entonces tenía por cierto que un día me comería el mundo y que nada se me ponía por delante, así que eché mano de mi vena macarra y me apunté a la prueba de los ochocientos metros, donde todos los nadadores tenían cumplidos los dieciséis o dieciocho años.
Recuerdo la cara de póker de quien rellenó mi inscripción en la Ciudad Deportiva mirándome como si fuese de farol. Pero lo hice. Nadé esos ochocientos metros como si en ellos me fuese la vida; los últimos ciento cincuenta en solitario porque todos los demás habían acabado la prueba. Pero aquellos tres largos olímpicos eran míos y nadie me los podía quitar. Cada bocanada de aire me dejaba ver las gradas de la Sindical en pie animando. Y aunque pensaba que cada brazada era la última, llegué al final. Y había una copa esperándome. Mi copa de perdedora. Mi copa de campeona.
La otra me recuerda que la sonrisa abre puertas cuya llave no poseen la belleza y la fuerza bruta. Que la sonrisa es la piedra sobre la que se asientan los sueños. "Miss Simpatía Club Náutico-83". Una horterada en toda regla, que precisamente por eso, por hortera, tuvo muchos años sitio preferente en mi habitación. Lástima no haber encontrado una tercera copa de un concurso de jotas de barrio, con una pareja de flamencos en todo lo alto. También hubiese sido digna de la repisa, pero creo que fue a parar con el resto de chatarra a sabe Dios dónde.
Y ahora que me reencuentro con ellas, he querido fotografiar esas copas y traerlas a la fábrica. Para que bebamos juntos aquella derrota por orgullo y aquella sonrisa que nunca me costó nada encender, incluso con aquellos que intentaron silenciarla.
Porque, a fin de cuentas, la vida es una inmensa copa en la que todos nadamos, luchando día a día para bucear lo justito y no tocar fondo. Porque la vida es una copa de dolor y esperanza que hemos de apurar en cada sorbo. Porque la vida es una copa de alegría que tenemos que rebosar en cada sueño.