jueves, 31 de julio de 2008

Descalzas

Se llamaban Violetta y Cristina. Pedían descalzas en la playa. Andaban descalzas sobre la arena. Patinaban descalzas sobre los sueños. Sonreían descalzas sobre los precipicios. Se metieron descalzas en el mar.

Once y quince años descalzos, sin zapatos, ni techos, ni trechos de esperanza a la medida de sus pequeños pies.
Hijas de los parias de este mundo que se considera de primera división, al que no le tiembla el pulso por mirar hacia otro lado y comer bocadillos en el improvisado tanatorio de un palmo de arena húmeda a sol abierto. Gitanas. Desharrapadas de la vida casi antes de nacer. Descalzas de deseos y de futuro. Tan descalzas, que no pudieron morir con las botas puestas.

No estaban descalzas como los niños que jugaban a hacer castillitos en la playa, ni como los chulos de piscina que recorren las orillas ligando bronce del Mediterráneo. No tenían traje de baño, ni protección alta para el sol, ni siquiera para su propia vida. Hasta las toallas que hicieron las veces de mortaja eran prestadas, mientras las olas lamían el último rastro de sus huellas como si nunca hubiesen pisado allí.

Ví la foto que ha dado la vuelta al mundo y la rescaté para esta fábrica con el estómago revuelto de rabia y de pena. Recordé aquella patera, aquella góndola africana que sucumbió hace unos años bajo el azote de la mar gaditana una mala noche de tormenta en que el faro de la costa no alumbró el camino de cincuenta navegantes del otro lado del Estrecho. Pensé en sus cincuenta tumbas sin nombre en algún cementerio sureño. Recordé los rostros indiferentes ante la tragedia, ante la carne muerta vuelta a la tierra que fastidia el día de playa más que una mala tormenta de verano. Sentí el mismo asco de entonces, la misma vergüenza de saberme de la especie humana sin resquicio de humanidad en que nos hemos convertido.

Esto no es un mal sueño, ni siquiera una pesadilla que olvidar cuando despunte el alba. Dicen que la realidad supera a la ficción pero Violetta y Cristina existían, y se reían, y sobrevivían por las callejuelas del aire, y seguro que soñaban por las esquinas de la ciudad que recorrían descalzas para comprar un poco de pan. Y yo no quiero que se me olviden sus nombres, ni sus pies descalzos sin huellas sobre la arena rubia de una playa italiana. Sus cuerpecitos de muñecas rotas bajo el sol. La brisa dictando duelos sobre sus cabellos mojados y oscuros.

El único generoso fue el mar, que las devolvió hasta la tierra firme, donde la marejada impasible de los hombres las fue asfixiando poquito a poco a fuerza de no tener corazón. Total, qué más daba: estaban condenadas a vagar descalzas, a vivir descalzas, a morir descalzas, a transitar descalzas por la vida.

Que el cielo de los desheredados os sea propicio, pequeñas. Nosotros, desde esta fábrica, os enseñaremos a nadar por nuestros sueños.

martes, 29 de julio de 2008

Aunque no lo supiéseis

No pudieron con nosotros ni la pereza de julio ni el desafío de la niebla en el primer tramo del alba. Faustino (inmenso Faustino, como sus abrazos) preparó la fiesta en casa de Mateo, ese hotel con nombre de caballero andante cuyas habitaciones guardan secretos de otras batallas que nunca sabremos.

Desde Zamora, el camino está lleno de pastizales resecos, encinas orgullosas y cercados de piedra en los que cientos de chavales habrán soñado ser toreros haciendo la luna. Campo charro de estío y suaves lomas, vacas paciendo con la bravura amasada en el vientre y silencio en las calles cuando azota el sol del mediodía. Así castigaba la solana sobre Vitigudino, la cuna del toreo sobrio y elegante de Su Majestad Santiago Martín.

Anita la pelu y yo llegamos casi las primeras, sólo por detrás de Rodrigo -que se coló hace tiempo en mis mails sin querer, vía Faustino y su extensa colección de fichajes internáuticos-, Javier y Manuel, aquel "Zocho" que arribó a mi teléfono una noche madrileña de caipiroskas y fresones, a quien le delataron entre tanto lugareño su bañador verde pijo y sus hechuras de machirulito de gimnasio sin gimnasio.

Un trío que a la postre sería lo mejor de una noche en la que hubo mucho bueno de por sí. Un trío que pactó con nosotras en un santiamén amistades de por vida, redactando el primer renglón sin desacuerdos posibles. Y así lo sellamos, como los buenos toreros, sin papeles ni contratos, con un apretón de manos, un par de abrazos, no sé cuántas sonrisas y la certeza de que así será.

Tarde de piscina, césped y nostalgia en mi móvil, que se iba llenando de voces y deseos de los amigos que me esperan el sur. Santa Ana; nuestro santo. El sol de tierra adentro quemando como un látigo las pieles y el tiempo, que se iba muriendo de pura inercia.

Un coche que se llamaba Jacinto y se apellidaba Pescado; un vía crucis al pie de una barra con un introito de ibuprofeno para matar la jaqueca. Primera estación, bombay azul con tónica y limón exprimido; segunda estación, whisky con cola; tercera, cacique con fanta, que sabe a flash de naranja y a sorbidos, y así tres rondas por cinco, como las quince rosas de la pasión, los quince misterios de la alegría, el primer rosario bebido al alimón en un templo profano bajo unos soportales que escupían el último sol de la tarde.

Toros en la tele. Un quinteto de viejetes en barrera y contrabarrera de eskay haciendo de palmeros para los piropos a la Reina de las Marismas. Recios, auténticos, curtidos en mil batallas que me hubiese encantado escuchar de su boca. No pudo ser, el tiempo apremiaba.

Después, la limonada de Mateo y el regusto a canela y a fruta fresca en la boca, la caricia del hielo en la lengua, la promesa de la comida y la bendita farra servida en las fuentes a partes iguales. Los rostros nuevos, las niñas monas cuyos nombres pensé que no iba a aprenderme nunca (Eva y sus ojos verdes-verdes, Lucía, Mercedes, Luzma, Virginia...) que terminaron por hacer exaltación de la amistad en esos momentos mágicos en que el alcohol nos despoja de los últimos resquicios de vergüenza.

La noche ya encima, las estrellas como luces de verbena sobre una placita de tientas y dos vaquillas de retienta que casi llamaban a algunos por sus nombres. Una barra grande y libre, como la España de los Nodos, y un refrito de músicas que bailamos hasta el alba con Borja instalado en la cabina como un cura en un púlpito. La camiseta blanca de la Ana charra moviéndose entre la gente como las velas de un barquito. El reencuentro con la preciosa Arancha a la que le debo miles de ausencias y miles de momentos.

La sonrisa rasgada y peremne de mister Jason -Tyson, un filipino del sol naciente sin sol naciente que enseña inglés en España. Y otras cosas que no digo. Casi ná. Los nombres que no escribo y que recuento mentalmente con colleja incluída. La evocación de El Paseíllo, al pie de mi Real Plaza de El Puerto, allá donde conocí a Jorge una tarde de sol y toros. La madrugada de niebla novembrina que se posó blanca, húmeda y despistada sobre nuestro pelo.

Debí retirarme con la última oscuridad pero quise esperar la primera luz y empaparme de domingo con churros pringosos, colacao, Rúasviejas de café y una margarita recién cortada en el bolsillo que dejé sin deshojar. El sol picaba ya en lo alto. La noche había hecho su selección natural. Algunos solitarios que buscaban compañía la encontraron y los demás nos despedimos al pie de cada puerta con una noche cumplida que anotar en nuestras libretas. Me conformé, con esa maldad perruna que heredamos por genética las que nacemos hembras, con que el Zocho no se fuese a matar mineros de forma colateral y me anoté en la mente aclamar a Rodrigo, que marchó a triunfar en plazas que ni pueden ni deben ser contadas.

Cuando el día me devolvió a mi cama el sueño me dibujó una sonrisa y supe que mi corazón reniega de más duelo, harto de soportar las heridas que me infrinjo cuando pienso que la soledad y la memoria pesan demasiado. Pero esta noche que para los demás fue tan sólo eso, una noche más, me recordó quién soy, qué soy, cómo me gusta reir, cómo la vida llama siempre rabiosa a las puertas por mucho que queramos desoír sus aldabonazos. Y canté con voz ronca hacia los adentros y me encontré nadando entre compases por alegría, ganándome en la madrugada esta voz de cazallera después de una contienda a cara de perro con una página que me negaba a pasar.

Hoy, esta noche, tenía que daros las gracias a vosotros que, sin sospecharlo, me habéis devuelto las llaves de una fábrica de sueños para ponerla en marcha como si nunca se hubiese detenido. He intentado escribiros esta entrada después de rubricar la paz conmigo misma, descontando ya el tiempo que reste para nuestra próxima cita, devorando soles y lunas hasta que llegue el momento de volver a engarzar una letanía de brindis y apurar la noche como si de la última noche se tratase.

Y así os quiero soñar siempre. Anita, Faustino, Javier, Rodrigo, Manuel: estas letras son vuestras, aunque no lo supiéseis. Este es nuestro primer sueño. Cabemos todos. Gracias y mil besos.

martes, 22 de julio de 2008

La novia eterna del mar

A Cádiz me fui hace casi ocho años con las manos vacías, las ilusiones desbordadas, el corazón a rebosar y el futuro para devorar en un plato para dos.

Ahora he vuelto con las manos vacías igualmente, las ilusiones quebradas, el futuro incierto de ración y enamorada de sus esquinas por cada uno de los puntos cardinales que me sujetan el alma a una fábrica de tierra adentro.

Y así la quiero recordar, como en esta foto de Manuel. Dorada, inmensa, en pie frente a los siglos, desafiando a los vientos y los maremotos, vestida de claridad, hermosísima bajo el sol del verano y el azul rabioso de su cielo, conocedora de la belleza insultante que reflejan las aguas atlánticas que lamen sus orillas.

Es mi Cái. La novia eterna del mar.

miércoles, 9 de julio de 2008

Darío

Echo de menos tu imperfecta sonrisa perfecta de tío canalla por el que se pegarían las más guapas y las más feas. Las noches en que conociéndonos poco nos contábamos tanto. El primer párrafo de tu nombre escrito en gin-tonic y el verde inmenso de la sierra de Ubrique. La brisa algecireña posada en tu piel oscura y porosa como la superficie de una luna al sur del sur.

Echo de menos la letanía de la libertad en el lado izquierdo de tu pecho y de tu puño atlántico, la mirada pequeña derrochando tretas y malicias, el ingenio envidiando tus ideas, escalando las paredes abruptas de las cimas que frecuentas.

Echo de menos los últimos días de junio derritiéndome por las calles que te vieron crecer. El microclima evaporándose sobre el polvazo del albero de la feria. Las casetas, los farolillos, el coso de Las Palomas abriéndose como una circunferencia mágica a los cielos del Estrecho. Tu pinta impecable de golfo mitad niño bien mitad macarra. Tu orgullo, mi orgullo. Tus aventuras sevillistas por los mundos de Dios, tus trazas de torero trasnochado en vísperas de hazañas. Tus pleitos, tus victorias y alguna frase a medias. La admiración mutua, la amistad que sostenemos de punta a punta.

Echo de menos los días que preceden a la Pasión, los ensayos de tu cuadrilla del arte heredada del arte mismo bajo las palmeras, con la Borriquita a costal y las sonrisas de los niños que bajan descalzos a la playa y visten de futuro los días santos. Echo de menos tus pisadas de versos por la fábrica, tus acertijos, tu inteligencia y tu descaro.

Echaba de menos escribir esta entrada que te debo y te dedico. Echo de menos esa noche que tenemos que apurar hasta que venga el alba a devolvernos por las orejas a nuestras casas y que algún día habremos de cumplir.

Te echo de menos con la luz en los ojos, con la alegría inmensa que siempre acude sumisa a tus provocaciones. Porque te quiero, Darío, con tu imperfecta sonrisa perfecta. Con tu punto canalla, con tu peaje desahogado por el mundo.

Porque me traje tu nombre guardadito en la mochila junto a lo que más añoro para no borrarlo nunca. Y no pienso devolvértelo, mi querido amigo, salvo que un día vengas a buscarlo y lo enterremos juntos en el mar.

sábado, 5 de julio de 2008

Orgullo

Ricardo tenía tres años y cuando llegaban los Reyes Magos sólo jugaba con las muñequitas de sus hermanas.

José Luis modulaba la voz en el espejo del cuarto de baño para que no le llamasen marica en el colegio. Su madre lloró cuando le dijo que no se casaría con su amiga de la infancia porque a él le gustaban los hombres.

El padre de Manuel murió ignorando que Jesús, el compañero de piso de su hijo y socio de su empresa, era en realidad su novio de siempre.
Mario lo intentó con tres o cuatro novietas. En sus ojos siempre se leía la tristeza. Rompió sus ataduras. Ahora vive con Juan en la costa cantábrica y lleva tatuado el amor en la piel.

María cogía el autobús para ver a Noelia unas horas. Se besaban en el baño de la estación para no volver a rozarse en todo el día y repetir, en el mismo baño, la tristeza de la despedida con otro leve beso y unas lágrimas en el bolsillo para el viaje de vuelta. Aquello no terminó bien. Ahora a María se le pone el corazón a mil cuando va a su dentista. Dice que escucha latir su corazón cuando se acerca a ponerle un empaste.

José Miguel se enfrentó a la muerte con la valentía de un gigante, mirándola de frente desde la increíble belleza de sus ojos azules. Su novio le había transmitido la enfermedad maldita. Nunca conocí una despedida más dulce, más serena y más digna. Le admiro aún por ello, le extraño terriblemente y doy gracias todos los días por el poso de amor que me dejó en su corta e impagable vida.

Todos ellos son amigos míos. Mi orgullo. Mi patrimonio. Todos forman parte de los sueños más bonitos que me fabrica el día a día desde la infancia. A algunos los he bautizado con nombre falso porque quieren mantener la intimidad de su vida, el derecho a ser anónimos y a amar sin dar explicaciones. Aquí, en la fábrica, no hay plus de homos ni de heteros.

En sus tejados ondea el arco iris, el sol, la alegría. Por ellos, por los que no nombro, por los que se me olvidan, por los que no conozco, el orgullo es una fiesta. Ellos y nosotros. Los que entienden. Los que les entendemos. Los que viven en la acera de enfrente. Los que les abrimos las puertas sin reservas.

Tenemos muchos orgullos que celebrar juntos. El orgullo de estar vivos. El orgullo de amar en libertad. El orgullo de respetar. El orgullo de derribar murallas. El orgullo que me producen todos y cada uno de ellos, hombres y mujeres surcando la vida sin complejos en la mochila, hombres y mujeres que viajan allá donde su corazón les dicte.

Orgullo sin apellidos. Orgullo sin etiquetas. Orgullo, sin más.