lunes, 30 de julio de 2007

Duquesa en el paraíso gatuno

Hay una nueva inquilina en el paraíso gatuno. Es Duquesa, la gatita de nuestra Davinia, dukesita-obrera de las rosquillas que nos endulzan las jornadas de esta fábrica. Duquesa, la de las orejas negras y puntiagudas y las patitas mullidas como los deditos de un bebé. Duquesa, la anciana siamesita de ojos azules y hociquito húmedo, que daba besos cortitos y fríos, como son los besos de los gatos cuando te olisquean la punta de la nariz y te asomas a sus ojos transparentes.

No entrecomillo su nombre porque en esta fábrica los gatos tienen tratamiento de "don". Porque soy gata de uñas cortas. Porque adoro su independencia, su descaro, su inteligencia y la elegancia que traen al mundo desde el vientre gatuno de sus madres. Porque no tienen dueños: los eligen, igual que eligen tu silla o se cuelan en tu cama, que deja de ser tuya. Porque no conocen otro reino que no sea la libertad, ni otra patria que no sea su santa voluntad.

Después de diecisiete años compartiendo esta vida con los humanos, Duquesa se ha escapado por el tejado despacito, a la manera felina, y se ha ido de casa con pasito corto y sigiloso para vivir en el paraíso de los gatos. Que existe, porque los gatos se aproximan bastante al paraíso incluso cuando descienden a nuestro mundo. Quizá por eso siempre quieren el sitio más caliente, el edredón más mullido, el cajón más oscuro para esconderse, la sombra más apetecible para sus siestas perezosas o el radiador que más calienta las frías tardes del invierno.

Duquesa anda en el limbo gatuno donde los gatos pueden comer lo que les gusta sin reventar de un entripado. Donde los machos pueden irse de gatas todas las noches sin estampar su huella en los derribos. Donde no hay febreros de berridos e inquietudes en periodos de enamoramiento. Donde no cumplen años, ni se quedan viejecitos y delgados, ni existen las inyecciones que les evitan el dolor de verse vencidos por la edad para dormirlos. No hacen falta; dicen miaumiau con la mano y siempre los vemos en majestad.

Por allí andarán mi Lolailo, un machomán con pintas y pichabrava impenitente con cierta genética perruna, si paseaba a mi lado por la calle y se ligaba a todas las hembras que anduviesen sueltas por las azoteas. O mi suave bizcochota, la gata más bizca del mundo, un cruce de siamés y persa que siempre pensé que tenía un Down gatuno, si es que existe. Por eso siempre la quise más. Porque cuando me miraba, tan virola, yo me moría de ternura y quería tenerla siempre en mis brazos, con sus uñitas amasando pan en mis carnes como si estuviese buscando un tesoro en mi antebrazo.

Sé que muchos no creéis en los paraísos gatunos. Pero yo sé que existen. Que los gatos sueñan con nosotros y nos hacen compañía. Y que incluso desde su admirable egoísmo nos regalan un beso húmedo o un lengüetazo áspero y nos ganan para siempre. Por eso no quiero que Duquesa se vaya sin saber que en los sueños de Davi y de todos los que creemos en el dios de los gatos, siempre tendrá friskis en la puerta, por si se cuela por las noches y se acurruca a nuestro lado, dejando en la oscuridad el rastro, la ronca caricia de su ronroneo.

jueves, 19 de julio de 2007

De puntillas

Me encanta que vengáis de noche a la fábrica. Que entréis de puntillas y sin hacer ruido. Que leáis y os marchéis como vinísteis, también de puntillas, para no despertarme. Que me acompañéis cuando no lo sé; que me arropéis desde la distancia con la cercanía que os otorga esta cooperativa de sueños que sin vosotros no existiría. Que la fábrica siga con su luz encendida mientras nuestras ciudades duermen y las cigüeñas toman por asalto la piedra y el silencio. Que poséis los ojos en la producción de cada día, en los sueños de todos, déis el visto bueno y os marchéis con los vuestros cumplidos debajo del brazo.

Me encanta saberme recorrida por vuestras sonrisas y vuestros silencios. Me encanta que compartamos este edificio imaginario por cuya chimenea escapan los deseos que brillan en la noche como estrellas en llamas. Saber que pasáis como una ráfaga de amor por esta casa y que de vez en cuando estampáis vuestra firma en la negra tierra de estas letras como si fuese la huella de vuestro pie; como un recordatorio de lo que somos: fabricantes de sueños.

Me encanta que pase el tiempo y que sigamos creyendo en nuestra fábrica. Que sigamos forjando sueños juntos. Que nos hagamos fuertes en la amistad; aunque unos estéis lejos; aunque a otros no nos hayan presentado. Que construyamos Salamora cada día sin accesos restringidos ni códigos secretos. Que cuando me siento pequeña me recordéis que también hubo días en que paseé por la cima de la alegría. Que cuando me siento sola, me habléis de los días en que siento la felicidad quemándome la piel sólo por posar los ojos en todo lo que amo. Y entonces me hacéis sentir inmensamente grande; inmensamente rica. Y pienso que nuestro mayor acierto ha sido echar a andar el engranaje perfecto de esta fábrica que ya funciona sola. Porque entráis y salís, dejáis el poso o simplemente el silencio. Pero estáis, sóis. Somos. Y ese ir y venir continuo es el que nos acerca, el que nos ata y nos hace libres. El que me arropa cada noche cuando sé que paseáis como duendes por mis sábanas.

Quizá por eso, porque os quiero así, sin puertas ni alambradas, me encanta que vengáis de noche a la fábrica. Aunque sea de puntillas.

domingo, 15 de julio de 2007

Golondrina siempre de vuelo

Hoy he ido a la pequeña iglesia de San Isidoro a encenderle unas velitas a la Virgen del Carmen. Mi abuela se llamaba Carmen. Y se llamaba así porque mañana era su cumpleaños. Nació un 16 de julio del año 1903 y tuvimos la inmensa suerte de compartirla y disfrutarla con nosotros casi 98 años.

Cada vez que enciendo una vela y la convoco a mi lado, pienso que esa llama es la que mantiene viva su sonrisa, su tremenda energía, el don del amor infinito que sembró en mi alma. Que cada vela que enciendo sostiene la presencia de todos los que quiero: de los que estamos, de los que permanecemos y de los que nos faltan. Aunque no rece. Aunque sólo diga en voz baja: va por todos los que quiero. Los de éste y los del otro lado. Quizá por eso nunca dejo de encender una vela en vísperas del Carmen en honor de mi abuela, que fue una matriarca de inmensos contrastes: dos ovarios bien puestos y toda la ternura del mundo.

Cinco hijos, doce nietos y ocho biznietos dan fe de que su paso por el mundo fue un regalo lleno de flores y frutos. Algún día os contaré su vida tan bien apurada, cómo se creció en las adversidades como los bravos, cómo se dejó la piel más de medio siglo frente a los fogones de su restaurante sosteniendo ella sola los duros años de la posguerra. Por eso cada día del Carmen continúa siendo una acción de gracias permanente, una fiesta entre los de mi casa, que brindamos mirando a los cielos que siempre surca una golondrina, aunque de vez en cuando se nos escape alguna lágrima porque nos duele la ausencia de su sillón vacío cada vez que nos reunimos. Pero puede más su presencia esparcida entre todos nosotros. Y puedo tocar su alma.

Hoy la traigo a nuestra fábrica porque sé que a los pies de la Virgen del Carmen sigue encendida su velita; nuestras velitas. Es la víspera de su cumpleaños. Y sé también que la Virgencita de mi barrio la contempla, la sonríe y le ha llevado todos los besos que necesito darle para que sepa que, como esa llama, mi corazón sigue encendido cada vez que la pienso. Y que nunca podré agradecerle a los dioses ni a la vida el regalo precioso de su existencia, su regazo inmenso y generoso.

Sé también que en esta noche sin estrellas su estrella ilumina mi cara. Porque he sentido la ternura de su beso. Y necesitaba compartirlo y guardarlo en mis sueños.

Vuela alto, abuela querida. Golondrina nuestra.

viernes, 13 de julio de 2007

Juan Carlos y Sara

Ayer los ví de la mano por Los Pelambres. Compartiendo ese Duero con la última luz de la tarde; esa luz de verano que enciende de naranja las piedras y pinta el río de plomo. Sonriendo con la sonrisa primera del amor. Me encanta verlos juntos, porque hay algo en su sonrisa que nos hace cómplices. Hay algo que nos empapa, que nos hacer creer en que el amor es cierto. Les veo, y creo. Necesito creer.

Juan Carlos es uno de los obreros de esta fábrica, vecino de abajo en la casa de nuestra Pasión que nos construyó Javito, y artista por lo oficial, con sede permanente en el Museo de la Catedral, donde se esconden los tesoros más bonitos, los más sagrados. El silencio de siglos, el reposo de los sillares, el lamento de las campanas, la luz blanca del claustro, las oraciones que no cesan, los susurros de miles de voces. Pertenece a los "Mora" de nuestra Salamora, de los que aún no he hablado en esta ventanita, quizá por la pereza que últimamente siempre me acompaña.


Sara, que siempre está a su lado, que siempre está sonriendo desde la dulzura, se preocupa en descifrar los secretos de la mente y en buena parte los del alma, que suelen ir de la mano. Aunque el alma, que habla poco, siempre se guarde algo para sí.


No sé cómo ni dónde se conocieron. No conozco los caminos que anduvieron antes de decidir que se querían. Nunca se lo he preguntado. Ni falta que hace. Supongo que simplemente me confirmarían que el amor espera en las esquinas más insospechadas. Los veo juntos y me sale nombrarlos juntos, como una sola cosa. Juan Carlos y Sara.


Sé de ellos por sus ojos, que suman una ternura infinita, y por los "enzamoramientos" de Juan Carlos, que bautiza a Sara con el nombre del amor y no tiene reparo en compartirlo con todos sus amigos en voz alta. Pensándola, escribiéndola. Tomándola de la mano y redescubriendo el Duero cada tarde.


Ayer los ví de la mano por Los Pelambres cuando comenzaba a ponerse el sol. Iluminaban con su alegría cada rincón del merendero donde Marta y yo compartíamos pan, compañía, deseos imposibles y el alivio de sentirnos a salvo juntas y reirnos de nosotras mismas. Y sentí de pronto las ganas de hablar de ellos, de escribir hoy mismo con la insana envidia de quien quiere escaparse a su felicidad transparente.


De traerlos a nuestra fábrica; de dedicarles este sueño, por todos los sueños que fabrican juntos y que van apilando en su corazón. De darles las gracias por el regalo que nos hacen cada día, probablemente sin enterarse.


Porque tras ellos dejan en el aire, sin darse cuenta, la luz clara, la estela limpia del amor que cura todas las heridas del mundo.


Y les veo. Y creo.

martes, 10 de julio de 2007

Piedras mojadas

Hoy he bajado al patio de casa a regar las piedras. Simplemente a eso: a mojar los cantos del empedrado y el granito de las escaleras, y empaparme del olor a piedra mojada. En Cádiz, cerca del mar, nunca huele así: al musgo que siempre tapiza el ala norte de nuestro caserón y que en verano se pone negruzco; al calor evaporándose de la piedra abrasada de siglos; al verano puro y duro de esta tierra adentro con el sol de plano; a la luz dura del mediodía que se posa en el patio para que huela a verano de verdad; al verde de la hiedra, cuya sombra tantas complicidades ha cobijado en las noches de calor, guitarras y queimadas.

He bajado a regar las piedras del patio por el simple placer de hacerlo; porque esas piedras mojadas son el olor de la niñez compartida, de los veranos con mis hermanos haciendo el tonto con la manguera, limpiando de verdín el baldosín blanco de la fuente, mientras mi madre hacía punto en su silla de flores sin perdernos nunca de vista. Aquella silla de playa estampada que pensé había muerto hace muchos años y que sorpresivamente ha aparecido en el trastero que un día fue el tenebroso "cuarto de las muñecas", esas horribles imágenes vestideras que mi padre guarda ahora en otro lugar y que me siguen inquietando con su mirada puesta en ninguna parte.

He bajado a regar las piedras del patio y por un instante vi a mi abuela, la madre de mi madre, de quien apenas guardo recuerdos, haciendo cordones de lana de dieciséis hebras, que eran auténticas joyas para domar mi pelo. No conservo ninguno. Y la escuché como si estuviese allí mismo dándole vida a una masa de harina contra una fuente de cristal, poniendo a punto los buñuelos sin otra batidora que la palma de su mano. Como si estuviese al resol de la tarde, como los ancianos que consumen sus veranos en el pollete de sus puertas esperando que pase un coche o la misma vida ante ellos. Quizá es que siempre ha estado ahí y nunca supe verla.
He bajado a regar las piedras del patio y he escuchado las risas de otros niños. Los ladridos de todos los perros que guardaron nuestros muros; los ronroneos de mis gatos y el revoloteo de hojas cuando escalaban la enredadera. Los juegos que resonaban entre las paredes. Algún beso robado e incluso algún beso que nunca dí.

Ha sido extraño, porque regando el patio he sentido la certeza de que todo ese tiempo que se hizo presente al olor de las piedras mojadas ya no me pertenece. Que ese perfume a calor y secarral, a sol rabioso y agua, lejos de devolverme los veranos de la niñez, los ha dejado un poquito más lejos, un poco más desdibujados. Aunque esta tarde oliese a piedra mojada igual que aquellas otras tardes.
Porque ya no existen más que en mi memoria; porque hace tiempo dejé de ser una niña, por mucho que me empeñe en cerrar los ojos, aspirar con el alma las piedras mojadas que brillaban como monedas recién acuñadas y soñar todos mis veranos como si hubiesen quedado detenidos al pie del pozo esperando que regase el patio como si fuese una lluvia de nostalgia.

viernes, 6 de julio de 2007

Sopla viento de levante

El sol se ha escondido naranja tras los muros de Santa Catalina, como si corriese a refugiarse en la arena de La Caleta, que guarda el calor del día como un tesoro entre sus dos castillos. He contemplado la puesta de sol en silencio, como si la soledad fuese un rito previo para dejarse acariciar por la belleza de la última luz.

Y mientras lo contemplaba, pensaba que ese mismo sol que se moría era el que dejaba a su paso un rastro de estrellas para que las contemplemos juntos esta noche, aquí y allí, sobre el mar o en tierra adentro, si son las mismas. Y pensaba que el sol venía de visitar nuestras piedras, nuestros ríos, y que se escondía ante mis ojos con la memoria de su recorrido diario: de vuestra presencia, de vuestros pasos, de vuestras sonrisas. Del olor a hierba, de los campos de cereal, las encinas, las jaras, las acacias y los tilos que perfuman todas las noches que recuerdo.

Aquí, en Cádiz, sopla viento de levante, con las revoleás de arena sobre la playa y las aguas de la Bahía picadas como si las rayasen los cuchillos cálidos de cada ráfaga. Y le he pedido a este viento loco que desvíe su curso y os lleve estos pensamientos, para que cuando sople allá arriba os dejéis abrazar y sepáis que mis sueños, que van por delante de mis misma, viajan con la levantera, que los depositará en nuestra Salamora antes de seguir su viaje eterno.
Un beso. Mil besos.