
Todos los lunes próximos a los Santos, el mercado gaditano se llena de frutas exóticas y seres inimaginables que surgen en sus puestos por obra y gracia de los gaditanos, que lo llevan en la sangre como llevan en la sangre las coplas de febrero. Es la fiesta de "Tosantos", la más genuína, la más desconocida, que se celebra en el mismo recinto alrededor del cual cantan por tangos los coros el Domingo de Carnaval.
Cádiz, que hace carnavales todo el año, disfraza la tristeza de los primeros días de noviembre y le pinta la sonrisa a los días sombríos que nos recuerdan que somos polvo que volverá al polvo. Cádiz, que derrocha imaginación por los cuatro costados, la vierte en pequeñas dosis puesto por puesto, para hacer del mercado un revuelo de gentes y una oda a la alegría de un pueblo que se mantiene en pie a pesar de los vendavales que circundan por sus orillas.
No sé si este año habrá "Tosantos". El derribo del viejo mercado, para edificar uno nuevo, probablemente dé al traste con esta tradición que es santo y seña del pueblo gaditano. Porque no es lo mismo acudir al pie del edificio rosado de Correos pasando por la plaza de las Flores donde siempre suena el agua cantarina que dejarse caer por el nuevo recinto de San José, donde todo es más moderno, pero más aséptico. Cádiz huele a Cádiz en los alrededores del viejo mercado, junto a la churrería y la freiduría, frente a Pepi Mayo que andará ya hacie
ndo trajes de piconera y redecillas de madroños para que no se le eche encima el tiempo.

A mí me gustaban las marquesinas llenas de especias y plantas medicinales, el bullicio musical de "El Melli", las ropas de saldo y el batiburrillo de todo a cien de enfrente. Me gustaban las niñas bailando tanguillos y alegrías en los tablaos, el humo de los buñueños y el olor de las castañas en la calle, aunque en el sur no se condense el aliento por estas fechas y parezca menos noviembre.
Me encantaba pasear entre el gentío de puesto en puesto, admirándome de la capacidad de convertir la fruta y la verdura, los pollos y los pescados en figurantes de auténticas obras de arte y paciencia. Y las cestas de marisco colocado con tiralíneas, las nécoras rojas y deslumbrantes en su justo punto de cocción, el olor a bocata y manzanilla, la tentación de los torreznos que allí son chicharrones, la carne mechá y las cañaíllas y las ristras de bombillas por los pasillos.
Supongo que si estuviese en Cádiz y viese el viejo mercado como un solar sentiría un desgarro parecido al que me arañó el estómago cuando ví el Gran Hotel reducido a una escombrera y recordé tantas mañanas de tertulia y café torero que ya nunca serán. Así que prefiero soñar que recorro aquellos puestos engalanados que ya son memoria con la sonrisa en la cara, admirando a un pueblo que le hace guiños al dolor con cantes de fiesta y el arte del ingenio.
Es la fiesta de los "Tosantos". Y aquí se celebran, porque me hablan de la Cádiz mágica de la que es imposible no enamorarse, a la que siempre quiero volver.