
No entrecomillo su nombre porque en esta fábrica los gatos tienen tratamiento de "don". Porque soy gata de uñas cortas. Porque adoro su independencia, su descaro, su inteligencia y la elegancia que traen al mundo desde el vientre gatuno de sus madres. Porque no tienen dueños: los eligen, igual que eligen tu silla o se cuelan en tu cama, que deja de ser tuya. Porque no conocen otro reino que no sea la libertad, ni otra patria que no sea su santa voluntad.
Después de diecisiete años compartiendo esta vida con los humanos, Duquesa se ha escapado por el tejado despacito, a la manera felina, y se ha ido de casa con pasito corto y sigiloso para vivir en el paraíso de los gatos. Que existe, porque los gatos se aproximan bastante al paraíso incluso cuando descienden a nuestro mundo. Quizá por eso siempre quieren el sitio más caliente, el edredón más mullido, el cajón más oscuro para esconderse, la sombra más apetecible para sus siestas perezosas o el radiador que más calienta las frías tardes del invierno.
Duquesa anda en el limbo gatuno donde los gatos pueden comer lo que les gusta sin reventar de un entripado. Donde los machos pueden irse de gatas todas las noches sin estampar su huella en los derribos. Donde no hay febreros de berridos e inquietudes en periodos de enamoramiento. Donde no cumplen años, ni se quedan viejecitos y delgados, ni existen las inyecciones que les evitan el dolor de verse vencidos por la edad para dormirlos. No hacen falta; dicen miaumiau con la mano y siempre los vemos en majestad.
Por allí andarán mi Lolailo, un machomán con pintas y pichabrava impenitente con cierta genética perruna, si paseaba a mi lado por la calle y se ligaba a todas las hembras que anduviesen sueltas por las azoteas. O mi suave bizcochota, la gata más bizca del mundo, un cruce de siamés y persa que siempre pensé que tenía un Down gatuno, si es que existe. Por eso siempre la quise más. Porque cuando me miraba, tan virola, yo me moría de ternura y quería tenerla siempre en mis brazos, con sus uñitas amasando pan en mis carnes como si estuviese buscando un tesoro en mi antebrazo.
Sé que muchos no creéis en los paraísos gatunos. Pero yo sé que existen. Que los gatos sueñan con nosotros y nos hacen compañía. Y que incluso desde su admirable egoísmo nos regalan un beso húmedo o un lengüetazo áspero y nos ganan para siempre. Por eso no quiero que Duquesa se vaya sin saber que en los sueños de Davi y de todos los que creemos en el dios de los gatos, siempre tendrá friskis en la puerta, por si se cuela por las noches y se acurruca a nuestro lado, dejando en la oscuridad el rastro, la ronca caricia de su ronroneo.