Llegó a mi cuando no era más que un gurruñito que ocupaba poco más que la palma de mi mano. Un gurruñito sin apenas bigotes (sabe Dios dónde habría metido el hocico) de pelusa blanca y ojos casi transparentes de azul y pena, recién separada de su madre y de sus hermanos de camada, aterrorizada ante un mundo nuevo, tan indefensa que era imposible no quererla en el mismo instante en que traspasó los umbrales de la casa.
Era tan pequeñita que me robó el alma en cuanto la puse sobre mi pecho para que escuchase por primera vez los latidos de mi corazón, ese corazón sobre el que cada mañana la abrazo para recibir sus primeros ronroneos, el tacto frío y húmedo de su nariz, sus lametazos ásperos, pero tan tiernos, que me salvan el día, que me crujen entera por dentro.
Hoy, veinticinco de octubre, Michu cumple quince meses. Vino al mundo un día de Santiago, con los calores de julio castigando la tierra, y arribó a mis brazos en los primeros días de septiembre, como si el Dios de los gatos me la regalase para hacerme más llevadera una larga convalecencia, aquellas tardes de sofá y dolor en la carne que ahora me parecen una nimiedad comparadas con el dolor del alma, que no se ve, que no pesa, que no tiene límites, ni heridas, ni cicatrices, ni curas. Sólo pena y desconcierto. Sólo tiempo sobre tiempo y la tremenda fortaleza que da saber que mi corazón siempre estuvo vestido de domingo, que mi lengua nunca conjugó engaños.
Adoro a mi gata, que todo lo ha vivido conmigo, como si fuese una prolongación de mis propias emociones. Como si nos hubiesen traicionado a las dos a la vez. La adoro porque va a su bola, pero siempre cerca, husmeando, curioseando, derrochando vida. Porque duerme despreocupada acoplada en mi cadera y se cuela victoriosa bajo las sábanas. Porque se sienta sobre la impresora para ser la primera en leer lo que escribo. Por sus puntazos de depredadora nocturna, sus caricias con garras que no arañan, que no hieren.
Por su necesidad de mimos sin pedirlos, por la sinceridad de su lengüita lamiendo esas heridas que no se ven. Por esa especie de diálogo cuando yo le hablo como si me entendiera y ella responde como si la entendiese. Y nos entendemos. Adoro el tacto de su pelo suavecito, el calor que desprende sobre el edredón para que la cama deje de parecerme tan ancha, tan enorme, tan vacía.
Adoro a Michu porque ella es testigo vivo de que no todo fue engaño ni miserias ajenas entre tanto engaño y tanta miseria moral, o quizá porque guarda en sus ojos azules, insultantes de bonitos, la única verdad entre tanta mentira, ese amor gatuno que es más cierto que todos los 'te quieros' del mundo pronunciados con lengua envenenada, con palabras que todo lo ensucian, que dejan tanto asco, tanta decepción en las entrañas.
Gracias, Michu, por tu presencia gatuna en mi vida. Gracias, princesita del Siam.
(Entre la primera foto y la última media un año de diferencia. Ambas son del 25 de octubre, de hoy y de 2011. La foto del medio es del gozoso día de septiembre en que Michu llegó a mi vida. Su primera foto)
1 comentario:
Preciosa la gata. Y preciosa la dueña, por dentro y por fuera. :-))
Publicar un comentario