jueves, 25 de octubre de 2012

Michu, princesa del Siam


Llegó a mi cuando no era más que un gurruñito que ocupaba poco más que la palma de mi mano. Un gurruñito sin apenas bigotes (sabe Dios dónde habría metido el hocico) de pelusa blanca y ojos casi transparentes de azul y pena, recién separada de su madre y de sus hermanos de camada, aterrorizada ante un mundo nuevo, tan indefensa que era imposible no quererla en el mismo instante en que traspasó los umbrales de la casa.

Era tan pequeñita que me robó el alma en cuanto la puse sobre mi pecho para que escuchase por primera vez los latidos de mi corazón, ese corazón sobre el que cada mañana la abrazo para recibir sus primeros ronroneos, el tacto frío y húmedo de su nariz, sus lametazos ásperos, pero tan tiernos, que me salvan el día, que me crujen entera por dentro.

Hoy, veinticinco de octubre, Michu cumple quince meses. Vino al mundo un día de Santiago, con los calores de julio castigando la tierra, y arribó a mis brazos en los primeros días de septiembre, como si el Dios de los gatos me la regalase para hacerme más llevadera una larga convalecencia, aquellas tardes de sofá y dolor en la carne que ahora me parecen una nimiedad comparadas con el dolor del alma, que no se ve, que no pesa, que no tiene límites, ni heridas, ni cicatrices, ni curas. Sólo pena y desconcierto. Sólo tiempo sobre tiempo y la tremenda fortaleza que da saber que mi corazón siempre estuvo vestido de domingo, que mi lengua nunca conjugó engaños.


Adoro a mi gata, que todo lo ha vivido conmigo, como si fuese una prolongación de mis propias emociones. Como si nos hubiesen traicionado a las dos a la vez. La adoro porque va a su bola, pero siempre cerca, husmeando, curioseando, derrochando vida. Porque duerme despreocupada acoplada en mi cadera y se cuela victoriosa bajo las sábanas. Porque se sienta sobre la impresora para ser la primera en leer lo que escribo. Por sus puntazos de depredadora nocturna, sus caricias con garras que no arañan, que no hieren.

Por su necesidad de mimos sin pedirlos, por la sinceridad de su lengüita lamiendo esas heridas que no se ven. Por esa especie de diálogo cuando yo le hablo como si me entendiera y ella responde como si la entendiese. Y nos entendemos. Adoro el tacto de su pelo suavecito, el calor que desprende sobre el edredón para que la cama deje de parecerme tan ancha, tan enorme, tan vacía.

Adoro a Michu porque ella es testigo vivo de que no todo fue engaño ni miserias ajenas entre tanto engaño y tanta miseria moral, o quizá porque guarda en sus ojos azules, insultantes de bonitos, la única verdad entre tanta mentira, ese amor gatuno que es más cierto que todos los 'te quieros' del mundo pronunciados con lengua envenenada, con palabras que todo lo ensucian, que dejan tanto asco, tanta decepción en las entrañas.

Gracias, Michu, por tu presencia gatuna en mi vida. Gracias, princesita del Siam.

(Entre la primera foto y la última media un año de diferencia. Ambas son del 25 de octubre, de hoy y de 2011. La foto del medio es del gozoso día de septiembre en que Michu llegó a mi vida. Su primera foto)

jueves, 18 de octubre de 2012

Llueve


Llueve. Llueve con lluvia que no cesa, como ese rayo que incendió de dolor las palabras del poeta, la elegía, el cántico en la muerte del amigo, la ausencia de todo lo que alguna vez se ha amado.

Llueve lluvia sin sed, lluvia que no limpia, que no lava, que no arrastra. Que no alivia esta otra sequía, las tripas contra las tripas, pegadas; este vacío que no quiere más lágrimas, ni más agua, ni más nada. Que no necesita nada. Que no pide nada. Ni siquiera palabras. Ni más lluvia. Nada.

Llueve. Michu se acerca a la ventana, husmea las gotas que empapan el cristal y se enrosca sobre el cojín, cerca, a mi lado, sin hacer ruido. Duerme. Como si no lloviese. Como si el cielo no gritase tantas cosas, tanta pena sobre mojado, tanto vértigo, tantos latidos muertos, este precicipio en el que vivo. No sabe que cuando llueve es la noche la que golpea en la ventana con sus nudillos de agua. Esta noche tan larga, tan sin luna. Este silencio que no cesa.

Afuera sigue lloviendo.


(La imagen es de internet. Desconozco su autor)

lunes, 15 de octubre de 2012

Te quiero, Tere

Aprendo a reconocerte en las cosas invisibles, en las cosas pequeñas, imperceptibles, que siempre me hablan de ti, que nunca te dejan irte a ningún sitio, que te atan a mi alma para que nunca te marches del todo. En la fuerza de los tuyos, en tus cinco costillas, en esa unión más fuerte que la propia vida, en esa lucha cotidiana por seguir mirando de frente a la vida, que tan cicatera ha sido con todos. En cada paso de Guti padre, en los matinales besos de mi Guti hijo, mi amigo del alma, mi niño, mi compañero en tantas cosas, en tantos momentos, en tanta vida.

Aprendo a buscarte en cada sonrisa, en cada rincón de la casa, tu casa, donde aún huele a tus comidas de postín, a los fogones generosos donde todos éramos bienvenidos; en la promesa de futuro en el vientre de Nuria, en este otoño que susurra tu nombre todos los días, todos, cuando tanta falta me haces, tanta falta nos haces, y te busco cerca para que todo sea más fácil, menos pesado, más llevadero.

Aprendo a llevarte conmigo, a intentar no echarte de menos, a sonreirte desde aquí abajo para que sepas que el vínculo está intacto, que nada hay de mí a ti que no sea verdad, ganas de desgastar la vida bajo tu sombra. A creer, a esperar; a dar fe de esa resurrección que tantas veces hemos celebrado bailando Mayalde en el patio de casa cada domingo de Pascua. A sentirte cuando nadie se da cuenta y yo tengo la certeza de que estás a mi lado para consolarme, para levantarme, para recordarme que soy una tía fuerte aunque a veces me quiebre como el cristal.

A cerrar los ojos y escuchar tu voz, y saber que sigues ahí, tan cerca, tan protectora, tan leal, tan queriéndome en este octubre -Teresa, ternura. Mi Tere querida- que ya no es octubre porque hoy me quedaré con ganas de llamarte y de celebrar un año más, de seguirte queriendo aquí, carne, calor, por mucho que me empeñe y me emplee en esta nueva forma de quererte tan anormal, tan atípica, tan a este lado de la vida; de seguirte abrazando cada día hasta que siento que el aire me acaricia y reconozco en su soplo el aliento de tu palabra sabia y sincera, el susurro de tu nombre, tu presencia tan querida.

Y quiero celebrarte siempre. Hoy, ahora. Este quince de octubre sin santo ni seña. Mañana, pasado, después. Hasta mi último día. Y quiero escribirte desde la alegría aunque me cueste la misma vida reconocerte en las cosas invisibles, en tu no presencia; acostumbrarte a este tenerte al otro lado, sostenida en la fe, en la certeza de que somos eternos. Y quiero guardar en esta fábrica tu puesto de soñadora, el hueco de tus comentarios, tus llamadas, los febreros que tienen que venir, tantas cosas que ahora mismo me duelen como una herida sin fondo pero que mañana serán la pista, la consigna para recordarte con una sonrisa inabarcable, con el agradecimiento a la vida por dejarme estar, ser y crecer a tu lado desde niña.

Te quiero, Tere. Te quiero. Cuánta falta nos haces por aquí abajo. Cuánta, Dios mío. Cuántos huecos tienes para rellenar en mi alma, en nuestros rincones, en nuestro día a día. Cuántas tiritas que ponerme por dentro.

Feliz santo, cariño mío.



(La foto, tan bonita, es de la boda de Ana Teresa. Tu niña. Nuestra niña. Así quiero recordarte siempre: emocionada, inmensamente feliz al lado de José Luis, tan cerca de esos nietos que están en camino. Gracias por tu vida, Tere. Gracias por la inmensa lección de amor que nos dejas)