martes, 8 de noviembre de 2011

Desde nuestro cántico a la luz


Casi treinta años me separan de aquella niña que veo en las fotos y casi no me lo creo. Yo tenía doce años aquel primer día (siempre hay un primer día) en que fui a la iglesia de San Andrés. El pelo largo, larguísimo. La cara redonda. Las ganas, el empuje de esos años en que despiertas a la vida y te comes el mundo si te dejan. Allí, tras el armonio, estaba don Jerónimo. Al frente de su coro. El Coro Sacro. Que aquel día empezó a ser también mi coro, y el de mis hermanos. En aquella iglesia donde el frío casi dolía y donde las voces se perdían fusionadas con los enormes tapices que tapaban las capillas laterales; en aquella penumbra silente que impregnaba el templo, como si siempre estuviese escondiéndose el sol.

Allí, al pie de un sepulcro noble esculpido por Pompeyo Leoni, discurrían las horas entre partituras y pentagramas, con un don Jerónimo de sotana hasta los pies y vieja cartera de cuero, que a veces se veía impotente para detener aquel torrente de juventud que se desbordaba sin querer. Èramos niños y jóvenes indómitos que, aunque no lo supiésemos, íbamos encadenando nuestras vidas a la música. Y, más allá de las notas, solfeábamos en clave de siempre amistades y cariños que son, que están ahí para toda la vida. Algunos forjaron también alianzas en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, siempre en el amor.

Treinta años separan aquel día de este primer sábado que nos trajo noviembre, como si el tiempo no hubiera querido asomarse a nuestros balcones. Como si la vida no nos hubiese dispersado. Como si La Alhóndiga fuera de repente la iglesia de San Andrés, tan oscura, tan fría, pero tan llena de juventud dispuesta a romperse la garganta para revivir las obras de los clásicos. Como si don Jerónimo estuviese al pie del armonio, inquebrantable, infatigable, tan paciente, tan incansable, tan queriéndonos tanto.

He necesitado unos días para asimilar tanto. Tanta alegría por el reencuentro con Pedro y Carmen, con Laura y César, con Rosa y Aurelio, con Espe y Balta, con Luis Pablo y Elena, con Ana Belén, Carmen María, Nacho, Carlitos Arias (que siempre será Carlitos, aquel niño soprano que cantaba a mi lado); con Marcelino, Merce, con Puchi, con Pili, con Teresa. Con todos aquellos que han cruzado estos treinta años, de la adolescencia a lo adultos que se supone que somos, como si no pesasen.

Tanta nostalgia por los que nos faltaron, por los que siguen cantando al otro lado de la vida para que nunca se nos olviden sus voces, sus nombres, como mi querido José Miguel, aquel bellezón de voz grave y ternura comprimida en casi dos metros; Manolo Alonso, que talló con sus manos de artista una batuta de ébano, la primera que tuvo mi hermano Antonio; los patriarcas Alberto Fernández y Emilio Luelmo, cuyas dos familias casi hacían un coro entero; o la dulce Rocío, que se fue tan pronto, de un zarpazo tan brutal que aún hoy duele ver su rostro entre las viejas fotos en blanco y negro.

Por ellos y por nosotros. Por los que estuvimos, por los que están, por los que vinieron después. Por los que echamos de menos aunque estuvieron a nuestro lado, como Juli, que era como la madre de todos, desbordando energía; como Antón, al que se sale la humanidad por los poros; como Marce, que por curre y por amor se nos fue a tierras donde siempre sopla levante. Por Chelo y Luismi. Por Nano, que le ha echado un montón de ilusión al reencuentro, y Marijose, que le ha dado amor y unos hijos preciosos. Por Ana Moure, que tiene piso sin renta en mi corazón, que desafiaba a la dulzura con su voz tan de cristal. Por Carmen Pedrero , tan hermosa, tan limpia por dentro, y Carmen Matellán, que anda difundiendo el castellano en la capital de los bohemios y de los enamorados. Por los Urías, que se fueron al calor del sur. Por Bea, que hizo verdad su sueño de vivir de la danza. Por todos los que me olvido, que están ahí, cantando al lado, susurrándome al oído un precioso capítulo de mi pasado.

Gracias a Pablo y a todos los que han trabajado en ello, porque el esfuerzo ha merecido la pena. Porque es un privilegio mirar hacia atrás, como miraba el sábado, tan emocionada, en el escenario, y ver rostros tan queridos haciendo música y camino cerca de mí. Nadie me lo ha dicho, pero estoy segura de que, mientras nosotros cantábamos, don Jerónimo se sentó en su armonio para pedalear una vez más y ser luz, sólo luz.

Un beso. Desde nuestro cántico hasta la luz.


(La fotografía es de María San Nicolás)