domingo, 21 de septiembre de 2008

Crépes

Envolví en la masa redonda de los crépes los últimos retazos de tu vida de estudiante y mis primeros pasos en ese trabajo nuevo que me roba hasta el último minuto de tiempo. Desandé las horas como si fuese la primera vez que me sentaba en aquella terraza, como si fuese yo la que acababa de salir de un exámen después del suspenso de junio, de todos mis suspensos, de mi vida suspendida en el aire.

Comimos acompañados en la callejuela que tiene nombre de Cristo y vierte a la torre orgullosa del palacio ducal. Compañía. La necesitaba. Hubiese detenido el tiempo en el remanso de vuestra presencia, en la emoción contenida de sentir ojos amigos posados en mis ojos, tan cansados. Os quise más que nunca, aunque no os lo dijese.

Igual que te regalé la primera sonrisa del año, esparcí sobre tu postre de fresas y nata la primera sonrisa de una vida que aún no me pertenece que iré ajustando a mi medida cuando la sienta mía. Y tú estarás siempre. Creciendo mientras yo te contemplo y me siento orgullosa de tu altura.

Gracias por tu sonrisa inmoderada. Gracias siempre.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Salamanca


Como una novicia. En vela. Así espero a que venga el sol a lamer las piedras doradas de tus palacios, la locura barroca de tus fachadas y balconadas, la belleza de la primera luz sobre tus torres y tus catedrales, la huella de los siglos pósandose en silencio en los trazados de tu alma. En vela. Así espero este verano tardío de albero consonante en la tierra adentro de mis versos.

Por tus calles, Salamanca. Allá donde me robaron hace años un beso sobre una loseta empapada de madrugada y soportales, en el epicentro del orgullo de saberse querida. Por tus soledades en la calle de la Compañía. Por las soledades mías, que quedaron prendidas como un clavo sobre los pies desnudos de un Crucificado cuya sombra alimenta cardos y espinas.

Con tus veletas danzando los sones del aire de la sierra, el abrazo silente del norte, el soplo cálido que me devuelve un trocito de sur. Con las cigüeñas preñando las espadañas y los campanarios, batiendo en sus alas extendidas la caída de cada tarde. Con el presagio de las nieblas y los aguaceros bebiéndose el Tormes desde las nubes, agua que vuelve al agua, polvo que vuelve al polvo. Con el deseo columpiándose por el puente románico que conduce al precipicio de tus empedrados.

Y voy devorando esta noche barajando incertidumbres y acertijos. Esperando el día que te vista de limpia entera para ensortijar tus entrañas y descifrarte en la fiesta de cada septiembre. Salamanca. Ahora, ahí, la vida.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Cuando sea pequeña

Cuando sea pequeña aprenderé a olvidar los nombres que hicieron daño sólo con pronunciarlos. Aprenderé también a ir por la vida sin apuntar las cosas que tengo que hacer.

Cuando sea pequeña inventaré charcos bajo mis pies para taconear tormentas mientras escampa. Guardaré en una cajita el alma para no irla desgastando a cada paso. Convidaré a la vida a saltar a la comba conmigo.

Cuando sea pequeña escribiré cartas sin dueño que guardar bajo la almohada. Dictaré un nombre al viento para que se lo lleve y me guardaré su música para mi. Lanzaré piedras al río de la alegría para que sus ondas vengan a morir mansamente trazando círculos en mis orillas.

Cuando sea pequeña enterraré las trincheras del miedo y llamaré a las puertas del deseo. Entraré de puntillas en tu cama. Soñaré con hacerme pequeña y desaparecer.

martes, 2 de septiembre de 2008

Veinte años

Yo tenía veinte años. Él siete más. Parecía sacado de una cinta de Coppola, tan inmenso, tan precioso, tan perfecto como una isla de las ganas y me lo iba aprendiendo de soslayo cuando notaba su brisa circundando mi espacio.

La primera vez que hablamos yo venía de matar el verano bajo la ducha; ví su sonrisa a través de las gotas de agua que se zafaban de mi pelo, empeñadas en escapar sobre mis hombros hacia la nada. Me abrasé de amor en aquella puerta sin querer. Me encendí entera del desconocido orgullo de sentirme hembra cuando aprendió mi nombre. Noté su mirada zurziéndome la nuca cuando le di la espalda y continué caminando, danzando sobre las losetas, mientras los martillazos del deseo taconeaban sobre mi pecho.

Entonces decidí enamorarme como se enamora una a los veinte años, aprendiendo a conjugar la ternura con los imposibles, dejando que se tambalease el mundo escondida bajo el cielo protector de su espalda. Allí mismo libré la batalla primera contra mis prejuicios, desnudando de su armadura la piel donde me grabé su nombre, queriendo morir esparcida sobre su camiseta.

Siempre pensé que un día aparecería en su inmensa moto y me rescataría como un héroe de la ciudad pequeñita que amo sin reservas pero te estrangula en sus murallas. Sabía que no iba a venir. Y nunca vino. Vivía lejos, más allá de mi querencia, edificando paraísos que no me pertenecían. Necesité maldecir su sonrisa unas cuantas veces para que se me olvidase el sabor verde de sus ojos pequeñitos que tantas veces comí como aceitunas sin hueso en su punto de sal.

Guardé un par de fotos en blanco y negro en una carpeta prohibida y le hice un hueco en el corazón, allá donde convive todo lo que he amado. No en el músculo que late, sino en la ciudad invisible que nos mantiene en pie incluso cuando nos duele como canicas bajo el zapato.

Hace poco abrí la carpeta clandestina y me sorprendí contemplándonos tan jóvenes, tan guapos, tan perfectos en el engranaje de las caricias. Desandé los años y las maldiciones desde la alegría. Brindé por el poso de amor que dejó en mi vida, cuando trazaba sobre sus pecas el mapa de mi aprendizaje. Recité los mil perdones por mi orgullo, pues fui yo la que llegó tarde. Y lo abracé a través del tiempo pidiéndole a los vientos que algún día susurrasen mi nombre bajo su ventana.