miércoles, 30 de enero de 2008

Copas

Revolviendo por los altillos de la casa, anda mi madre sacando cosas que no dejan de ser retazos de nuestra vida que un día fueron relegados a la oscuridad de los armarios. Entre las muchas cosas que ha recopilado -supongo que para darles puerta de forma definitiva- me topé el otro día con dos objetos, dos copas. Feas como todas las copas de poca monta. Bien escondidas como toda copa que se precie.

Siempre me dieron cierto repelús esas vitrinas repletas de trofeos como si fuesen un recuento de méritos ante los demás. Quizá por eso nunca dejé copa ni medalla alguna en la repisa y aún hoy, cuando busco algo que por lo general no encuentro, me topo con alguna medalla de natación del año de la polka hibernando en algún cajón. Porque las únicas medallas que reconozco son aquellas en cuyas cintas y cordones sumo años y procesiones, emociones y silencios que me guardo para mí.

Pero estas dos copas sí estuvieron durante mucho tiempo a la vista del respetable. No son copas de cristal cantarín listas para romperse en un brindis, sino de metal baratillo y diseño cutre donde los haya. Una de ellas, la más grande, no es siquiera copa de ganador, sino de una perdedora segura. Y la otra no es copa de méritos, sino de sonrisas. Por eso siempre las consideré dignas de exhibirse, mientras guardé sin interés los vestigios que acreditaban mi paso, ya muy lejano, por los podium.

La primera, bastante horrorosa, me la dieron por llegar la última. En la placa pone: Natación, verano del 78. Nueve años cumplidos en abril. Categoría alevín. Miles de metros nadados todas las mañanas, todas las tardes. Ejercicios de calentamiento, cronómetros, vueltas japonesas, flexiones, descansito y vuelta a empezar. Supongo que entonces tenía por cierto que un día me comería el mundo y que nada se me ponía por delante, así que eché mano de mi vena macarra y me apunté a la prueba de los ochocientos metros, donde todos los nadadores tenían cumplidos los dieciséis o dieciocho años.

Recuerdo la cara de póker de quien rellenó mi inscripción en la Ciudad Deportiva mirándome como si fuese de farol. Pero lo hice. Nadé esos ochocientos metros como si en ellos me fuese la vida; los últimos ciento cincuenta en solitario porque todos los demás habían acabado la prueba. Pero aquellos tres largos olímpicos eran míos y nadie me los podía quitar. Cada bocanada de aire me dejaba ver las gradas de la Sindical en pie animando. Y aunque pensaba que cada brazada era la última, llegué al final. Y había una copa esperándome. Mi copa de perdedora. Mi copa de campeona.

La otra me recuerda que la sonrisa abre puertas cuya llave no poseen la belleza y la fuerza bruta. Que la sonrisa es la piedra sobre la que se asientan los sueños. "Miss Simpatía Club Náutico-83". Una horterada en toda regla, que precisamente por eso, por hortera, tuvo muchos años sitio preferente en mi habitación. Lástima no haber encontrado una tercera copa de un concurso de jotas de barrio, con una pareja de flamencos en todo lo alto. También hubiese sido digna de la repisa, pero creo que fue a parar con el resto de chatarra a sabe Dios dónde.

Y ahora que me reencuentro con ellas, he querido fotografiar esas copas y traerlas a la fábrica. Para que bebamos juntos aquella derrota por orgullo y aquella sonrisa que nunca me costó nada encender, incluso con aquellos que intentaron silenciarla.

Porque, a fin de cuentas, la vida es una inmensa copa en la que todos nadamos, luchando día a día para bucear lo justito y no tocar fondo. Porque la vida es una copa de dolor y esperanza que hemos de apurar en cada sorbo. Porque la vida es una copa de alegría que tenemos que rebosar en cada sueño.

domingo, 27 de enero de 2008

Tere, que sueña con nosotros

No la conocéis, pero os hablaré de ella. Dice que se nos ha hecho adicta a la fábrica, que necesita entrar cada día. Y a mí me emociona profundamente que así sea, y quiero que estas letras sean una alfombra roja de bienvenida. O una petición formal de que no se vaya nunca.

A Tere tengo que agradecerle varias cosas: su amor incondicional, la lealtad de su amistad, su valentía ante las bofetadas de la vida y la alegría que transmite. Y, sobre todo, los dolores de un parto que dejaron en el mundo a Guti, uno de mis amigos más queridos. Después vendrían otros tres más, uno doble, hasta completar una camada de cinco cachorros que ha sacado adelante como una jabata con el patriarca José Luis siempre al lado.

Tere se asoma de puntillas cada día a la fábrica y sueña con nosotros. No sé cómo la encontró, porque ella misma no lo recuerda. Pero se ha repasado cada entrada de pé a pá, se ha puesto el mono de obrera sin concesiones, tiene mono de sueños, y puede que un día se atreva a escribir una entrada. En cualquier caso, se que está ahí, apuntalando cada resquicio de esta factoría.

Ha sembrado de sonrisas las clases con niños discapacitados y derrocha ternura cuando habla de ellos. Ha llorado lágrimas de sangre hacia adentro, ha soportado en pie los latigazos de la vida y es un ejemplo de dignidad y coraje para esta berrenda que le escribe emocionada recordando ese curriculum de tantos años de querernos. Con la pantalla iluminada por la sonrisa que te dedico.

Algún día te contaré, Tere, quién es quién en esta fábrica que crece ante tu asombro y el mío. Cómo surgió esta fábrica, que era un sueño en sí misma, aunque nunca se cumplió. Cómo sus obreros ayudaron a sostenerla en pie. Cómo el humo de su chimenea nos acaricia en noches cerradas. Cómo hubo un tiempo en que cada mañana había flores recién plantadas en la puerta y en su lugar se alza hoy un árbol superviviente que regamos un poquito todos cada mañana.

Y conocerás al chico que le pone nombre a los días, al inmoderado que dibuja alegrías en mi mapa, el arte de mi Cái en clave de verso, los versos de Concha, la preciosa mirada que Víctor, Pascual y Javier extienden sobre las cosas. Y tocarás el techo de Zamora de la mano de Juan Carlos, y comeremos manzanas con Mara, y regresaremos a Italia de la mano de Marta, y flirtearemos con los guapos de Hollywood y los jamones patrios entre las flores de Lola. Quizá llegues a conocer a mi Darío, que anda perdido en Algeciras esperando esa entrada que le debo. Y verás sonreir de nuevo a mi Skunkita, cuya alegría me traje en la mochila en recuerdo de lo mucho que Cádiz me ha dado. Esa Cái que Manolo nos enseña como nadie, día a día, con las madrugadas y las puestas de sol que me arroparon los ojos durante siete años. Ese Cádiz que Miguel deletrea en números como si fuese un guarismo.

Y quizá le pongamos rostro a los obreros que no conocemos o a los que, como tú, se asoman de puntillas y no dicen nada. Y esculpiremos con Fanny y con Joaquín sueños de palabras y materia. Nos perderemos en un cine con Ricardo. Pintaremos de azul las canas del alma de Félix. Caminaremos junto al joven Álvaro, mi sobri postizo, más allá de la sangre, que tanta fuerza me regala día tras día. Delimitaremos Salamora como un Estado sin fronteras donde dejaremos a Alfredo cargar a costal a sus anchas, daremos cristiana sepultura a Luis Santos de Dios y azuzaremos a Iacobus por la vaguería confesa de sus últimas entradas.

Tere, aquí los obreros que sustentan cada palabra. Obreros de esta fábrica: ésta es Tere, que sueña con nosotros.

sábado, 26 de enero de 2008

Dueño del rincón sin dueño

No he querido ver el hueco, la pared blanca donde hasta hoy se recortaba imponente nuestro viejo piano. El de la pianola intacta, el de cola invertida, el de la madera oscura y labrada como una pequeña joya de artesanía. Macizo, superviviente de dos siglos. Americano, clásico y sandonguero.

Primero fue un juguete para mis hermanos y para mí. Después, el teclado duro que nos obligaba a percutir de distinta forma mientras hacíamos escalas y arpegios, como si fuésemos trepando por los pentagramas hasta darle sentido al fraseo de Bach, a los divertimentos de Mozart, a los acordes melancólicos de Chopin.

No he querido bajar a despedirme, a posar por última vez mis manos en sus teclas blancas y negras, sus sostenidos y sus bemoles. A dejar resonar los graves por la galería como si fuesen una amenaza. A perderme por los agudos como si fuesen el remanso de las aguas del Lago de Como. A sostener en el aire los sonidos mágicos de sus cuerdas antiguas pisando un pedal como si fuese el embrague y el acelerador de un punto hacia el infinito.

Hoy ha salido de casa y con él un pedazo de mi alma escondido en sus entresijos de madera y cristal; cosido a sus engranajes, solfeando ausencias. Sumando horas de estudio y acompañamiento, las primeras audiciones de las composiciones de mi hermano o las improvisaciones que rompían el silencio de las noches de verano en sociedad declarada con violonchelo, flauta de pico y violines.

No he querido ver el rincón vacío donde volqué notaciones y sentimientos, las lágrimas de los primeros amores que me bebía mientras machacaba las lecciones del día siguiente y procuraba mantener la digitación que hace muchos años que perdí.

No he querido saber que se lo llevaban, por mucho que vayan a mimarlo, y creo que mañana pasaré con los ojos cerrados para soñar que sigue junto a la puerta. Para verme consumiendo la niñez entre trinos y mordentes. Para cantar en voz baja las partituras de mis entrañas.
En vez de ello, he echado mano de esta foto. Y me he despedido sin querer recordándolo así: como una mancha oscura en la pared, enmarcado en la centenaria cerámica de Olivares, sosteniendo los viejos tarros de las boticas, abierto siempre a la magia de la música. Mudo, impasible, guardián de mis sueños. Dueño siempre de ese rincón sin dueño.

martes, 22 de enero de 2008

Cantando por tus orillas

Una y pico de la madrugada. Aquí, en la plaza conventual de los tilos y la niebla de esta noche, resuenan los ecos de una comparsa. Aquí, en este ordenador donde desordeno sueños, robo por lo pirata las voces de los hombres de la tierra de la alegría.

Como si estuviese allí, al pie del mar, pegada al transistor o devorando imágenes en los canales locales, consumiendo madrugadas, descifrando letras, afinando el oído, limpiando mi alma. O allí, en la Plaza de Flagela, que es la Plaza del Falla, lamiendo con la mirada la humedad de sus empedrados. La Catedral de los sueños, en uno de los palcos que se asoman al templo consagrado a las coplas. O en el foso de los leones, como una guiri camuflada entre gaditas y jartibles, abocada a amar esa tierra por la condena de los versos y los pasodobles.

Aún falta casi una hora para que pise las tablas la comparsa de Juan Carlos Aragón. Mi comparsa. Los pentagramas que me cosieron la vieja Gades al alma. Las palabras que encadenaron mi corazón a sus orillas como una barquilla que siempre regresa a la blanca arena. Igual que yo siempre volveré siguiendo el rastro de su palabra incendiaria hasta quemarme en sus infiernos. Igual que siempre cantaré al compás de sus latidos.

Y espero mientras imagino el templo de ladrillo colorao como un hervidero. Las filias y las fobias desatadas. Las pasiones sobrevolando el Paraíso. Las sombras inmensas de los Ficus pintando de noche la Alameda. El mar picaíto rumiando soledades en el Campo del Sur. De la Caleta a Victoria, el agua en todos los puntos cardinales. El tanguillo chirigotero que ahora escucho. La guasa gaditana que desborda el teatro. Ole, ole y ole, y al que no diga tres oles, se le seque la yerbabuena. El Nazareno Greñúo durmiendo en Santa María. Cádiz despierta esperando la poesía de Aragón, el veneno del verso. La condena maldita de unos ángeles caídos que abrieron las puertas del cielo cantando por Cái. Las puertas de tierra de la tierra sin puertas.

Y no lloraré más en tu nombre, Cádiz, porque escucho tu voz y me jaleas por bulería. Y si se me caen las lágrimas a puñaos, será agua salada que sumar en tu mar a cambio de tu inmensa alegría. Porque haces de esta noche una noche de febrero. Y es amor el que me arropa en esta noche de vigilia y emociones, de distancia sin distancia caminito del Falla. Porque sonrío con tu poca vergüenza y muero con tu sobredosis de arte. Y te conozco y te sueño. Porque estoy velando contigo las noches de cuarteta y compás. Porque esta noche la niebla es un telón de terciopelo y mi corazón un metrónomo al tres por cuatro desbocado de impaciencia. Porque estoy pisando tu suelo. Porque conozco el cielo, la brisa de tus calles.

Y siempre canto contigo. Y sigo cantando por tus orillas.

(Y cada noche podéis escuchar a mi Cái esparciendo carnavales aquí)

sábado, 19 de enero de 2008

Médico de almas

Mientras ésto escribo, a las dos y ocho minutos de la madrugada, apura Tomás sus últimas horas antes de la prueba que le llevará a elegir especialidad. Alguna vez os hablé de él. Es nuestro Lucano. La sonrisa ancha. La palabra prudente. La blanca bandera de la honestidad. La fe inquebrantable de los que no necesitan meter el dedo en la llaga y sí curarla, antes con el don de la alegría que con vendas esterilizadas.

Tomás se ha licenciado en Medicina, pero ya era médico de almas. Nació médico sin saberlo. O quizá lo sabía y sólo anduvo los pasos justos. De libro en libro, de mirada en mirada. Aquí, en esta fábrica, cuando se fractura un sueño, noto siempre su presencia recomponiéndonos el alma. Sin imponerse, con la envidiable inteligencia de los que son grandes y no se anuncian. Pasito a pasito, suturando otoños descosidos, inviernos sin esperanza. Y le pone nombre a los días y tiritas a las noches.

Lo recuerdo una noche mágica salvando un mundo imaginario que latía bajo un palacio de cristal. Y en la penumbra de la capilla dorada, mostrándome los sueños de nuestro Cristo Dormido, aquel que yo también soñé antes de besarle los pies. Cuando tres sumábamos tres; cuando en verdad contábamos todos por igual. Y aquella primera noche en que quiso que extendiese mi berrenda capa impregnada de sal y murallas sobre sus días con nombre, para que inventásemos nuevos nombres juntos. Y conjugamos Carrión en tiempo pasado y Salamora en todas las declinaciones posibles. Y brindamos cuando escuchamos las plegarias desnudas del Mozo por las calles. Y nos empapamos de la primera luna llena de abril, resguardando el corazón del frío del arrabal.

No sé si ahora estará dormido o apurando las últimas horas antes de que se cuele el día por su ventana. No sé siquiera si vendrá mañana, porque le hemos dado moscosos para apaciguar el esfuerzo de su tesón sin reposo. Y será, ya es, médico de familia. De esta familia que sueña imposibles y pone en pie fábricas de deseos incluso en los tiempos del cólera.

Pero yo estoy despierta. Despierta en la primera noche de soledad de mi vida. Esta noche en que el silencio se masca en este piso de paredes vacías que quizá un día haga mío, pero que esta noche me viene un poco grande. Despierta en esta madrugada que me invita a dormirme. Y pienso en tí, Tomás. En tu sonrisa ancha. En tu tremenda capacidad de entrega. En la dulzura de tus gestos, en la firmeza de tus convicciones. En tu desprendida bondad, en la casa de dolor que conviertes en un templo de la esperanza. Curando deshauciados de la vida, arropando almas solitarias.

Porque aquí no necesitas reválidas. Porque te necesitamos cerca. Para que bautices nuestros sueños con nombre propio. Para que sanes nuestras soledades con tus remedios.

Mil besos, querido amigo.

jueves, 17 de enero de 2008

Soñadores del mundo

No es vanidad. Pero me encanta abrir cada día esta factoría y saber que vienen los soñadores del mundo a fabricar sueños. Los que estampan su huella como si la estuviesen dibujando en la arena húmeda y los que leen y se van igual que vinieron, en silencio, sin hacer ruido, con la rúbrica de una sonrisa en el rostro.

Los que buscan chimeneas dibujadas en el cielo, asomando entre los tejados, por encima de las cúpulas y los campanarios, al pie del Duero o sobre las aguas cantábricas, junto al Tormes o rumiando oleajes atlánticos; en la falda de una Peña donde huele a Andalucía, en las orillas mediterráneas de un Cádiz italiano, en las blancas fachadas de una isla atada a la tierra donde santificaron el flamenco en nombre de Camarón.


Los que estaban y se fueron. Los que no nos conocían y ya tienen taquillero en los vestuarios de este recinto sin puertas, de esta ventana sin cristales. Los que no nombramos y siempre estuvieron detrás de cada sueño. Los que nunca supieron que formaban también parte de la plantilla. Los que la pusieron en marcha y se desvanecieron igual que se desvanece el aire cuando pretendemos ponerle cercos. Los que nunca soñaron y aprendieron con nosotros a pintar de color el día a día. Los que dejaron de querernos. Los que nos enjugaron las lágrimas. Los que se asoman y se quedan. Los que conjugamos en pasado. Los que inventamos el futuro.


Me encanta sabernos cada día más; hacerme, hacernos fuertes en la certeza de que allá donde terminan mis sueños empiezan los de los demás. Retomar la alegría porque estáis, porque sóis, porque venís. Saber que esta chimenea no deja de iluminar los días, de salpicar de luz las noches más oscuras como si los sueños fuesen estrellas que se niegan a morir sin que nadie las descifre. De perfumar los vientos con los deseos de cada uno y hacerle guiños al destino, incluso cuando el destino nos vuelve la espalda.


No es vanidad. Ni siquiera es mía. Pero me encanta saber que existe esta fábrica pequeña donde caben todos los sueños, todos los soñadores del mundo.

lunes, 14 de enero de 2008

El templo de ladrillo colorao

Abría ayer sus puertas el templo de ladrillo colorao, el gran teatro Falla, para consagrar febrero al compás de los cantes de Cái. Y yo estaré inventando tangos lejos, muy lejos, mientras se alza el telón granate herrado en luces y caen los primeros papelillos sobre las sagradas tablas del carnaval gaditano.

Dejaré que avancen los días y que me acaricien los ecos y las voces de esa tierra que convive con el mar. Y cerraré los ojos para volver a sus butacas tapizadas de terciopelo, a los palcos de sillas incómodas, al ambigú atestado de gentes en los popurrís, al palco bullanguero donde las ninfas matan los tiempos en blanco por tanguillo, al gallinero revoltoso que estalla por palmas cuando avanza la madrugada para rasgar con el nombre de "Cái" el teatro que se viene abajo. Escucharé a María la Yerbabuena piropeando a los comparsistas y el tres por cuatro de caja y platillo de las chirigotas que se anuncian por la calle cuando pasan camino del teatro. Los nervios, las risas, los aplausos, los abrazos y los sudores de cada actuación.

Sumaré las horas de ensayos que no se cuentan, las noches de luna que escucharon los primeros acordes, las tardes de la primavera última que gestaron las primeras letras. Las olas, los vientos, el soplo cálido del Levante que llegará hasta mi ventana como una caricia en esta tierra adentro donde vestiré los árboles y las piedras de Carnaval como si fuesen la Viña en la dulce espera de sus noches de febrero.

Ayer comenzaba el Carnaval de Cádiz. Y esta noche, todas las noches, escucharé la voz profunda de los siglos rugiendo en mi alma, como si me hubiese colado por sorpresa en el foso donde se encienden los ordenadores cuando las luces del teatro se apagan y estarán ya todos mis compañeros dándole a la tecla para coger al vuelo la poesía que brota de las gargantas. Donde los bocadillos prohibidos entre copla y copla saben a un pedacito de gloria. Donde esta noche se sentará en mi silla de jartible de tierra adentro otro jartible criado al pie del mar a rezar como un rosario noche tras noche "sienes y sienes" de coplas hasta el día mágico de la final, cuando queda vacío el Coliseo y Cádiz entero espera en pie la voz del jurado antes de romperse por la Viña.

Y cantaré contigo, Cádiz. Y te echaré de menos.

(p.d. Os dejo con Araka la Kana, la comparsa de Juan Carlos Aragón que el pasado año se alzó con el primer premio. Las letras y las músicas que me ataron a Cádiz como una condena. Una de las pantallitas que pululan en el foso es la de mi ordenador. Algún día os contaré aquellas noches y la gran final tapizada de rosas amarillas y emoción hasta bien entrada la madrugada)

domingo, 13 de enero de 2008

Hacia la luz

La fábrica hoy está de luto, pero sus puertas no cierran. Nuestros besos, nuestros sueños y nuestro amor vuelan camino de San Fernando con el soplo frío del viento del norte. Como una caricia, como un pañuelo, como la blanca vela de un mástil navegando sobre el dolor, como una bandera de la alegría que nos resta por compartir, de los sueños que tenemos que fabricar.

Libres y eternos en la sonrisa de la Virgen marinera. Desde nuestros ríos revestidos de invierno y piedra hasta la costa de la luz y de la sal.

Siempre hacia la luz, cariño. Siempre hacia la luz.

Mil besos, Anita.

(p.d. Como quien regala una caricia, os dejo la música de Porpora en la voz de Jaroussky)

martes, 8 de enero de 2008

Siempre fuerte, amiga mía

De las mejores cosas que me traigo en la mochila de mi Cái, una es la sonrisa de Ana, la Skunkita.

Porque en sus ojos veo reflejados un puñao de atardeceres, y si veo su pelo rizado -su pelo Pantene, of course- lo imagino peleándose con el viento de levante. Y si escucho sus pasos dibujo miles de huellas por la arena húmeda. Y si reímos juntas me sabe como la brisa de la orilla. Y si se me empapan los ojos, es la humedad del viento del sur. Y si guardamos silencio es como si estuviésemos leyendo los posos del café de la terraza del Meliá. Y si nos encontramos a las tantas en el messenger, vuelvo al salón con vistas al mar donde tantas estrellas devoramos en pos de sueños.


Sueños, Anita. Como aquellos que fabricábamos mientras te asaba una paletilla de lechal a las dos de la mañana mientras ya se veían sobre las aguas los barquitos faenando. Como las noches de cine y palomitas o la sesión continua de sofá a sofá estrenando una superpantalla. Sueños, Ana. Como el abrazo que te debo, ahora que he perdido tanto tiempo lamiéndome las heridas que siento que olvidé decirte que mis brazos son suficientemente grandes para que quepamos las dos.

Sé -lo acabo de leer- que le pediste a los Reyes un milagrito. Yo también se lo dije al oído a mi Cristo de los Doctrinos hace poquito. Para que su sonrisa te llegue hasta la isla, para que su abrazo os llegue hasta la habitación del hospital. Para que duerma en la misma almohada de tu padre y vigile sus sueños. Para que deje los míos en lista de espera y atienda lo que de verdad es importante. Para que reconozca la valentía de quien se pelea la vida cada minuto y la gana poquito a poco como si fuese un regalo.

Y yo, Ana, sé que aunque se haga el dormido me escucha. Igual que te vio a tí tu Nazareno isleño mezclada entre la gente siguiendo su paso por las calles. Y sé que le rezo aunque no recite padresnuestros de memoria. Y sé también que parte de ese corazón que dejé a sus pies permanecerá siempre a tu lado. Y que cuando lo necesites y eches mano de él comprobaremos que sigue sabiendo a sal y a mar, a las encinas de mi tierra adentro, a las tardes de terraza y piscinita, a las piedras doradas y las fachadas de cal, a los días y las noches, a la salud y a la enfermedad. A adobo y costillitas. A la sonrisa que me traje en la mochila, que me devuelve la luz de Cái cuando estalla como una sorpresa en tu boca.

Mañana, o pasado, o cuando vayas por nuestra Gades fenicia y marinera, ponte allá donde la diosa de bronce mira hacia el mar y mira tú en dirección contraria, allá donde cada noche asoma la estrella del norte. Quizá por detrás de la cúpula de azulejos veas asomar el humo de esta fábrica que también te pertenece.

Y brindaremos por la vida, Anita. Por los que van llegando, por los que están de siempre. Por los obreros que me sostenéis esta factoría incluso en los días más duros. Por la sonrisa maravillosa de "Rafalín" entre tus brazos. Por la lucha diaria de tu padre, por la valentía de tu madre, por la mirada generosa de tus hermanas, por tus idas y venidas, por ese armario de tres puertas con corazón de una sola cerradura del que tienes la llave. Y sabrás que estoy contigo. Que en el fondo nunca me fui. Que seguimos pasándonos una pelota de colorines en el agua.

Siempre fuerte, amiga querida. Siempre fuerte.

sábado, 5 de enero de 2008

Carta a los Magos de Oriente

Queridas Majestades:

Permitidme ser osada y escribiros una carta desde una fábrica sin sueños. Aprendí desde niña a esperaros con el corazón en vilo la noche del cinco de enero. Y ahora que soy mayor, sigo siendo súbdita de vuestra estrella. Y ahora que he crecido, sóis los únicos monarcas a quienes rindo pleitesía en la noche mágica que dura vuestro reinado.

No os escribí nada porque pensé que nada quería en vuestra visita de este año. Una pizca de salud, si cabe aún en la saca, y seguir en pie para plantarle cara a la vida que me toque vivir. Pero he caído en la cuenta de que, sin poner zapatito relimpio en el balcón, estaré esta noche con el alma pegada a los oídos, por si escucho cascos de camellos bureando por el tejado de mi casa y deja de darme miedo la soledad de cada noche.

Y si no habéis olvidado dónde está mi habitación, dejadme unos cuantos sueños para todos los obreros de esta fábrica. Y el don de la sonrisa, para seguir alumbrando mi camino y el de los que quiero. Dejadme también la capacidad de volver a ser niña al menos en esta noche, para poder jurar mañana que ví un rastro de luz saliendo del salón mientras en la bandeja de los dulces no quedaban más que miguitas.

Dejadme la mirada limpia de entonces, cuando no me importaba si Baltasar desteñía al darte un beso, porque era el más negro de los reyes negros y sigo jurándole lealtad. Y los ojos como platos al despertar, la fe inquebrantable en que vuestra magia bien vale todos mis deseos.

Dadme valentía para seguir cantando cada mañana, esperanza para mirar de frente al dolor, generosidad para no guardarme nada, serenidad para aceptar mis errores y paciencia para asumirlos como parte mía sin castigarme por ello. Dejad también tinta invisible para seguir escribiendo nuevos días en la piel. Poned al lado una pizca de alegría para lo que venga, ternura para quien me la pida y la capacidad de perdonar a quienes quise y no me quisieron, igual que quisiera perdonarme por no estar a la altura de quienes me quisieron mientras yo miraba para otro lado.

A aquellos que fueron parte de esta fábrica y se fueron marchando sin rescisión de contrato, dejadles al pie de la cama parte de la alegría que trajeron un día multiplicada.

Y si esta carta no os llegase a tiempo, cabalgad cuando queráis sobre el tejado de esta fábrica sin puertas y dejad deslizar los sueños por la chimenea. Aquí siempre os esperamos. En esta patria de nombre compuesto y folios en blanco siempre habita vuestro reino, siempre somos niños con los balcones abiertos.

martes, 1 de enero de 2008

La sonrisa más hermosa del mundo

Guardo desde agosto como un tesoro la entrada más hermosa del mundo que un joven soldado me escribió desde su trinchera. Sintiendo mi corazón en deuda permanente frente a un teclado en el que todo me parecía poco y nada era la evidencia de mi bandera blanca ante la certeza de sus versos.

Su sonrisa. La inmoderada sonrisa que seca mi alma en los días de niebla. La sonrisa que me limpia los sábados de soledades insostenibles, las noches de San Juan sin hogueras, las madrugadas sin retorno velando a un Nazareno apostados en la puerta de la niñez, junto al convento de las Dueñas. Su casa. Mi casa. La pasión de esta tierra sin pasiones.


Sus silencios. Esos silencios que saben que no hace falta decir. Los labios sellados, el corazón abierto de orejas. El silencio apostado en las calles estrechas donde no existen saludos. Mi silencio caminando junto al suyo. Conociendo, aprendiendo, sintiendo. Murmurando una nana frente a la ciudad dormida. Pariendo rimas, contando estrellas.

Las letras rojas de algunas noches; las ausencias que retornan a las letras rojas de algunas noches. Los reencuentros para volverse a perder. La humedad de las bodegas. La máquina de helados de Felipe esperando que dé el paso para desandar parte de mi vida y cumplir años a su lado. El orgullo de esta ciudad sin orgullo envuelto en cota de malla. La sonrisa anónima desde la última fila del patio de butacas a cielo abierto, al pie de una cúpula coronada de cigüeñas. El beso medieval que estampa su huella por los postigos.


Las callejuelas del camposanto en la noche de Ánimas. Cera derretida sobre la piel. La vida paseando en el jardín de la muerte. El frío, el abrazo. El refugio cierto de su amistad sólida. Los cardos floreciendo en las varas. Las noches, las lluvias. Los días en que sale el sol porque él sonríe y es como si se iluminara el mundo.

La mirada. Los ojos oscuros clareando sobre la ciudad de las piedras y los muertos. La mirada nazarena de los martes. Un río de orillas izquierdas y atlánticas. Río de aguas negras como negros son los lutos. El calvario que se alza tras un bosque de cruces, el instante pactado, nuestra madrugada para siempre. Bendita la luz.

La letanía de avesmarías en el torno azucarado de Cabañales. Valorio preñándose de primavera. El terciopelo morado negándome por tres veces al pie del templo que consagra la memoria de los amotinados a los pies de un Cristo Muerto. Las losas perfumadas de flores con un dragón vigilando el sueño de los gigantes.

Un camino romero tapizado de pisadas centenarias. Sus zapatillas nuevas. Las camisetas de algodón. El pelo húmedo oliendo a limpio. La cámara al hombro, el mundo en el bolsillo. El mar prendido en la solapa. Galicia más allá de los montes. Los dedos largos que acarician las incertidumbres.


Y así, Javier, meditando durante meses cómo rubricar la paz de tus palabras, como si fuese aquel bebé de la vieja foto, lo he intentado. Escribiendo de madrugada, vencida por el último sueño, he querido regalarte la primera, la sonrisa más hermosa del mundo.