domingo, 30 de diciembre de 2007

El año que no viví

Pasará por mi memoria como el año por el que deseé pasar de puntillas sin haberlo vivido. Como un mal sueño que nunca existió.

Un año en el que realicé un vuelo de corto alcance, pero tan alto, que me hizo perder todos los dientes al caer de bruces contra mi propio fracaso en el aterrizaje. Aún sigo intentando ponerme en pie sin que se noten demasiado las fracturas, sonriendo por encima de los puntos que han cosido mi boca y mi lengua a mi corazón para no volver a pronunciar jamás un puñado de nombres.

Hablé cuando no debía. Cerré los ojos y los labios cuando debía hablar. Y también cuando quise hablar estaba fuera de tiempo. Pagué el mismo peaje por mi silencio que por mis palabras. Por mis verdades y mis mentiras. Por el amor y por el desamor. Y seguiré pagándolo cada día de mi vida.

Soñé una rosa roja de mayo para la ciudad durmiente en la que se aposentó otra rosa coronada de gaviotas y de espinas. Ese día caía intensa, compacta, la lluvia sobre Zamora como si fuesen lágrimas de todos aquellos que apostamos por el cambio. La piedra dorada se vistió de gris.

Puse en marcha una fábrica de sueños que hace tiempo se quedó sin sueños. Sóis vosotros los que la alimentáis; por eso vengo cada mañana. Hace tiempo que esta chimenea sólo se nutre de la ilusión que ponéis los demás cuando venís a fabricar sueños.

Por el camino perdí la razón de ser de mi propia factoría y sus llaves fueron arrojadas al fondo del mar, allá donde sigue intacta -como todo lo que muere sin haberse consumido- la pequeña isla en la que puse el pie para ponerme a salvo del mundo, devorada por un maremoto de olvido.

Soñé despierta unos meses. Vivía dormida. Acumulé noches en que las lágrimas no me dejaban dormir. En el balance final, han sido muchas más estas últimas en las que intento purgar mi imbecilidad con llantos. Hay quien llega a esta vida con un manual de instrucciones para no salirse del guión. Pero yo no. Aprendí en carne propia lo caro que cuesta soñar. Lo llevo escrito en la piel con heridas, para que nunca se me olvide.

Perdí el hierro y la fe, que son lo mismo. El hierro no lo encuentro. La fe la dejé al pie de un Cristo que se hizo el dormido cuando nos presentaron.

Quise a fondo perdido y me perdí en un pozo sin fondo. Entregué mi tiempo como un cheque en blanco y cuando lo necesité para mí me lo echaron en cara. De tanto repartirlo entre los demás, ya no era mío. Pero me llamaron egoísta.

Ensayé despedidas a la orilla del mar, sobre el albero de agosto, en los atardeceres mágicos de la Cádiz tres veces milenaria. En el piso con ventanas al mar donde dejamos morir tanto amor. Le dije adiós en voz bajita, guardándome para mi su estampa con las olas rompiendo en el Campo del Sur. Mi Cái, la novia eterna de las aguas atlánticas. Los paseos con la marea baja buscando orejitas y conchas. La luz insultante de los días. El llanto por alegría. La caricia del levante, las madrugadas húmedas de febrero por La Viña.

Ahora estoy de mudanza. La soledad y yo compartimos piso. Hace tiempo que dejó de ondear en mi azotea la bandera de Salamora. Y ando aún buscando un armario grande para almacenar todos los recuerdos de una vida preciosa que ya no me pertenece, para que no me hagan demasiado daño.

Me enfrento cada mañana a un micrófono y me invento palabras que no tengo para que nadie sepa que cada frase es la reconstrucción de miles de sueños rotos. Que cada frase es una manera de pedalear sobre mi vida para no volver a aterrizar en el suelo.

Mi corazón duerme a los pies del Cristo Dormido que pintó de color azul mi sonrisa mientras mi alma se vestía de luto. Y me dejo arropar por los que continuáis a pie de fábrica, por los que habéis llegado, por los que han estado siempre. Que también son muchos; que son el único patrimonio con el que despido este año que soñaré no haber vivido.

Por la inmoderada sonrisa que seca mi alma mientras están llorando las nubes. Por la que quema Valorio cada tarde conmigo mientras me limpia el corazón con el pañuelo de su incondicional cariño. Por la que atraviesa este desierto a mi lado. Por las que echan mano del teléfono para devolverme un pedazo de nuestro Cái. Por un sobrino que la sangre me negó y me encontré un poco crecidito a la vuelta de la esquina, ahí mismo, en nuestra Salamanca. Por los días con nombre, por los fogones de una Pasión compartida. Por los que no preguntáis. Por los que no necesitáis decir. Por los que simplemente estáis. A todos gracias.


Y a tí, 2007: QUE TE VAYAN DANDO POR EL MISMÍSIMO CULO.

p.d. Perdonad la licencia. Lo necesitaba. Feliz 2008 a todos.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Capones

(Para mi abuelo, al que no conocí, porque se hace presente en nuestra mesa a la hora de los postres. Para el abuelo de Javito, que ha conocido los capones por su ciencia y también por enseñarle a amar al Nazareno de la orilla izquierda).

De siempre fue uno de los sabores de la Navidad: el del higo paso abierto en canal como una mujer llena de promesas, arropando entre sus carnes azucaradas y oscuras media nuez recién salida de las entrañas de su cáscara. El turrón de los pobres, aquellos capones que alegraban los postres de las navidades en la Golondrina y en tantas mesas pobres de esta Zamora pobre. Esos capones que aún hoy, más de medio siglo después de que se marchase, le recuerdan a mi padre y a sus hermanos la figura de su padre y los blancos manteles del restaurante de mi abuela, por el que campé en las primeras navidades de mi vida.

Eran años de racionamiento y miserias, de infancias tristes con las heridas de la guerra, los miedos y las ausencias sobrevolando de puerta en puerta. Pero los capones endulzaban las nochebuenas y las nocheviejas con la caricia áspera y gelatinosa del fruto madurado desde el verano. Con el chasquido de las nueces recién peladas pregonando su desnudez en la boca.

Y ahora, en estas navidades de excesos y empachos, cuando los capones regresan a nuestra mesa, brindo en silencio por los hombres y mujeres que alimentaron a sus hijos de amores y sonrisas allá donde no llegaban los menús deslumbrantes. Por los que se sobrepusieron al dolor para hacerle una cuna de esperanza al Niño Dios en sus casas. Por los que se pusieron en pie para esperar a los Magos de Oriente como si fuesen de nuevo niños, aunque las sacas de sus Majestades anduviesen muy mermadas en aquellos años y la ilusión fuese un bien escaso, pero nunca caro.

Brindo por aquellos pobres de turrón de pobre, que sin duda conocieron Navidades mucho más ricas que las nuestras y que nos hacen un guiño a través del tiempo cuando abrimos las carnes de un higo paso y lo convertimos en un manjar que sabe a beso y ternura.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Abrimos la Navidad

La cantinela de los Niños San Ildefonso me despierta en la mañana del 22 de diciembre y me recuerda que hemos abierto la Navidad de forma oficiosa. Para los más pequeños, estos días ya tienen el sabor de las vacaciones y de la ilusionada espera de los Magos de Oriente.

Los que hemos crecido (muy a nuestro pesar) buscamos el rastro de aquella alegría, cuando jurábamos que escuchábamos los pasos de los camellos sobre los tejados de nuestra casa en la noche de Reyes. Cuando en la Nochebuena los pajes comprobaban sus pedidos y nos dejaban algún regalo en señal, casi como una promesa.

La pereza viaja conmigo en esta Navidad allá donde vaya. Quiero que pase deprisa el tiempo, que mañana mismo sea ocho de enero y las calles y la vida vuelva a la rutina; que se apaguen las luces y las sonrisas de todo a cien, que no exista este espacio inmenso para echar a nadie de menos.

Hoy no escribiré más en esta fábrica de sueños sin apenas sueños y os remito al blog compartido ( http://www.todosporigual.blogspot.com/) en el que no se sabe muy bien si somos tres, dos, mil o trescientos.

En cualquier caso, es mi forma de darle la bienvenida al Dios Niño. Porque es lo único que salva estas fiestas que no son fiestas. Porque continúa siendo el origen de todo este tinglado que nos hemos inventado a la sombra del portal mágico de Belén. Porque su pobreza me sigue enterneciendo. Porque su sonrisa, desde la cuna hasta la Cruz, me sigue enamorando.

Un abrazo a todos.

martes, 18 de diciembre de 2007

Nieve

Ha descendido el frío en forma de nieve sobre los tejados; sobre la arena dorada del parque de San Martín; sobre los jardines que parecen paisajes de belenes decorados con harina; sobre las calles húmedas llenas de sal y agua.

Era Jueves Santo. El último día que nevó en Zamora fue el Jueves Santo, mientras la Virgen de la Esperanza asomaba por Cabañales y quisimos acompañarla bajo la incertidumbre de un cielo caprichoso. Su verde manto fue cosecha de nieve y sol tímido, de agua, esfuerzo, lágrimas y devociones.


Hoy ha nevado de nuevo, mientras la Virgen de la Esperanza sonríe incluso a quienes no esperamos nada. Y florecen las estrellas en estas noches tan largas. Valorio parece un decorado de cristal. El aire nos abofetea la cara con su beso gélido. El frío es un látigo invisible que nos castiga y nos purifica a partes iguales. El cielo vuelve a ser gris y la ciudad se disfraza de blanco.

La pequeña Teresa duerme su siesta y pronto iluminará la casa con su sonrisa. La luz de Lucía vendrá a llenar de vida el salón donde las esperamos mi madre y yo con un horroroso nacimiento de todo a cien que pondrán a su antojo mientras les hacemos un huerto con lentejitas para que las vean germinar y echar hojas en la Navidad. Así como espero estar siempre cerca para verlas crecer a ellas y dar frutos y flores.


Me asomo a la ventana y dejo que la nieve me limpie la mirada y el corazón. Y que cuaje en mi tejado la esperanza como un guiño del destino en este dieciocho de diciembre que va pasando lentamente, disuelto en copos helados que se niegan a disolverse y ser nada.
(Foto: Javier Alcina/La Pasión de Zamora. Jueves Santo en Zamora. Abril 2007)

domingo, 16 de diciembre de 2007

Zambombas

Es tiempo de zambombas en Jerez, ahora que los gitanos de Santiago se parten la camisita cantándole al Dios Niño y que queda prohibida la petenera por mal fario. Días de frío húmedo y de viento de poniente, de ecos flamencos que suben hasta mis oídos cuando cierro los ojos, canto al compás y se pone mi corazón farruco.

Hoy anunciaban una zambomba jerezana en Zamora. No he ido. Demasiado profesional; demasiado artificial. Demasiado lejos de mi Cái. Supongo que eso es como querer escuchar el mar en una lata de sardinas. Como sentir la caricia del viento a través del televisor. Como besar una pantalla de ordenador sabiendo que nunca habrá respuesta.

Pero he recordado aquellas farras, aquellas glorias, las voces rotas pregonando al Niño, los villancicos por tango, por bulería, las panderetas y las palmas, las zambombas humedeciéndose de agua y de vino, y he abierto el archivo de mi ordenata y de mi alma para traerme un pedazo de Cádiz a estas noches tan frías, tan de tierra adentro.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Madrid, otra vez


Había olvidado tus empedrados húmedos en las noches húmedas, tus nieblas de invierno empañando los amaneceres del Retiro, el bullicio de tus calles, la hojarasca bajo las zapatillas, la caricia de las farolas, las prisas y los paréntesis, el calor espeso del metro, el azote de la sierra en la cara; el tráfico que no cesa, las idas y venidas, las tabernas consagradas de polvo y vermú, tus puertas siempre abiertas, la madrugada empapada en aceite de porras recién hechas y chocolate negro. La sensación de volver a una casa a la que nadie pertenece pero en la que hay sitio para todos.



Vuelvo de recontar mis pasos de estudiante sin estudios por Moncloa y Gran Vía, las inmediaciones de la Plaza y su estatua ecuestre, Cuchilleros abajo hasta desembocar en los tabucos de la Cava Baja. Las tapas a precio de oro, las barras a rebosar, los carteristas y mangantes, las cañas espumosas tiradas con paciencia de siglos, el sabor castizo de los gatos que ronronean su acento de Madrí, el organillo ya mudo del Pichi, que palmó de empacho de chotis y chulaponería. Malasaña y sus antros alegres, el recuerdo de aquellas noches en las que despertaba a la vida. Chueca, sus taconeos, sus pelucas y su descaro, el arco iris ondeando sobre las azoteas, las razas y los colores pasados por la termomix. Los pijos y los pasotas, las rubias teñidas, los travelos, los sudacas, los intelectualoides aburridos, las guapas de pose, las feas más feas, las putas más putas, los maricas más maricas, las noches sin hora, el famoseo y el cutrerío, las tontas del bote y sus oseas, los guiris y los suvenires, los soportales y los portales, las mil y una noches.



Ese Madrid que guarda al otro lado del espejo el sagrado templo de las Ventas del Espíritu Santo, el ladrillo rojo neomudéjar y el albero dorado, las tardes de mayo, los silencios cerrados, las ovaciones y la gloria. Los cafés modernistas, las partidas de mus a treinta, el secreto de la sonrisa de Cibeles, los rugidos felinos de sus leones. Madrid sostenida en el tridente del dios de las aguas, Madrid pasarela al cielo y al infierno, de Madrí a lo eterno o al suelo sangrante del puente de Segovia. Madrid de Austrias y macarras, Madrid de jardines y callejuelas meadas, bobos merengues y sufridos colchoneros. Sórdido Madrid de silencios, memoria viva, corazón de este país de países y corazones.



Y vuelvo con sabor a fresa macerada en la boca y el hielo derritiéndose bajo mi lengua mientras corta mi garganta como un cuchillo. Con el abrazo y el reencuentro, con el dolor asomado por las esquinas buscándome las heridas para resucitarlas. Y media sonrisa dibujada en la cara y una tregua muy frágil en el corazón y la cabeza. Porque mañana será otra día. Porque mañana será otra vida. Y sigo en pie.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Viento del sur


El viaje de ida fue ligero, acomodada entre la sonrisa del amor y la esperanza. El último sol de la tarde bañaba de plata los caños y los esteros haciendo brillar aquellas extensiones inmensas de agua en tierra adentro. El brezo evocaba ese otro brezo de mis veranos, en la montaña norteña donde los helechos y robles se multiplican sin pedir permiso, donde las mujeres aún llevan pañuelos negros en la cabeza y cuentas historias y leyendas con la voz ronca de la tierra sanabresa. La sal adquiría el tono azulado de la primera noche, de todos los sueños por delante.



Bajé del tren y dejé que me recibiese con los brazos abiertos el viento de poniente, lamiendo de humedad y frescura las heridas del viaje. Vestida de blanco, como quien acude a una primera cita. Como una novia que dejó caer su anillo en la inmensidad del mar.
Devoré los paisajes y los poblados, las fachadas blancas y los secarrales que se sucedían abriendo en canal este país de norte a sur. Y conté las estrellas aquella noche primera, para que no se me olvidase el cielo abierto de Cortadura, la canción de la orilla ni su letanía de algas y orejitas de mar devueltas a la arena.



Cierro los ojos para desandar el camino; de los esteros de plata a la ciudad de la piedra. Para que no me duela. Para no mirar por última vez. En Zamora las calles rezuman niebla y humedades; el suelo brilla empapado de invierno y melancolía. Los cielos de día son grises y por la noche se tiñen de naranja, como aquellas noches de Reyes en que sólo mirabas el cielo esperando la Estrella de Oriente sobre el tejado de tu casa.


Pero hoy sopla viento del sur. Y salgo a la calle, donde habita la luz traviesa del mediodía.
Sopla viento del sur. Lo he leído en alguna parte. Y he sonreído pensando en aquel viaje primero, tan leve, tan comiéndome los kilómetros a mordiscos.
Me dejo acariciar el rostro con su soplo tenue. Y dejo también que acune mi alma con su silbido salado de piedra ostionera y atardeceres encendidos. Cierro los ojos de nuevo. Y sonrío, y escucho entonces de nuevo las olas dibujando las noches bajo mi ventana. Y regreso a tus orillas y a tus atardeceres. Y sé que ya siempre vendrás conmigo.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Uno de diciembre

Permanecí junto a su cama hasta el último día. Incluso cuando no abría los ojos le sonreía. Y cuando decían que ya estaba dormido, le hablaba. Y le tomaba las manos para que supiera que estaba cerca; para que sintiese que aunque no estaba en casa, tampoco estaba solo. Nos queríamos tanto, que hubiese dado allí mismo un pedazo de mi vida por mantener la suya. Tanto que, aunque nunca le gustaron las mujeres, no le hubiese importado pasar una buena vida conmigo. Eso decía y sonaba a piropo. Era tan rabiosamente guapo, tan rabiosamente hermoso por dentro y por fuera, que no me lo hubiese pensado. Nos lo hubiésemos pasado bien. Yo le sigo queriendo, allá donde se encuentre.

Entonces aquel nombre estaba maldito; la enfermedad era impronunciable. Fueron dos meses en aquella habitación viendo pasar enero y febrero a través de sus cristales dobles, sobre los tejados pintados de hielo. Dos meses del hospital al periódico y del periódico al hospital. Dos meses de besos asépticos dados con el alma, de horas de angustia que pasaban como sin querer mientras cada día nos pertenecía menos; mientras se apagaba la luz insultantemente azul de sus ojos y le velábamos noche tras noche como a un hermoso yacente de respiración cansina.


El último día cogí su mano y la besé despacito. Quise olerlo, aspirarlo suavemente por última vez, porque olía como los bebés; a manzana dulce y ternura. A la colonia de Dior que dejó a medias y que dosifico como un tesoro cuando quiero llevarlo conmigo a alguna cita importante. Supongo que siempre le filtró por los poros la transparencia de su alma. Y le dije adiós en voz baja, agradeciéndole su lucha y su valentía, el coraje y la dignidad, la alegría compartida, la limpieza de la mirada, la generosidad de su corazón.

El último día, mientras cerraba mis ojos junto a sus ojos ya cerrados y archivaba en mi alma el rastro aún calentito de su piel, se me escaparon las primeras y únicas lágrimas. El me había pedido meses antes que no le llorase cuando se fuera, porque le había dejado en prenda mi alegría. Yo cumplí lo pactado. Pero aquel día lloré de rabia, con el corazón impotente al verlo marchar. Porque sabía que tarde o temprano habría un tratamiento. Porque sabía que algún día habría un alivio contra el azote que se recreó en tu hermosura.

Cada uno de diciembre recuerdo aquellas lágrimas y me rebelo porque llegaste tarde a la cita con la esperanza. Pero encuentro tu mirada azul empujándome siempre hacia adelante y te sonrío. Los dos sabemos que hoy el sida mata menos, por mucho que le pagásemos el tributo de tu ausencia.

Y te sigo queriendo, y sigo admirando tu lección de vida.