domingo, 28 de octubre de 2007

Tosantos


Todos los lunes próximos a los Santos, el mercado gaditano se llena de frutas exóticas y seres inimaginables que surgen en sus puestos por obra y gracia de los gaditanos, que lo llevan en la sangre como llevan en la sangre las coplas de febrero. Es la fiesta de "Tosantos", la más genuína, la más desconocida, que se celebra en el mismo recinto alrededor del cual cantan por tangos los coros el Domingo de Carnaval.


Cádiz, que hace carnavales todo el año, disfraza la tristeza de los primeros días de noviembre y le pinta la sonrisa a los días sombríos que nos recuerdan que somos polvo que volverá al polvo. Cádiz, que derrocha imaginación por los cuatro costados, la vierte en pequeñas dosis puesto por puesto, para hacer del mercado un revuelo de gentes y una oda a la alegría de un pueblo que se mantiene en pie a pesar de los vendavales que circundan por sus orillas.

No sé si este año habrá "Tosantos". El derribo del viejo mercado, para edificar uno nuevo, probablemente dé al traste con esta tradición que es santo y seña del pueblo gaditano. Porque no es lo mismo acudir al pie del edificio rosado de Correos pasando por la plaza de las Flores donde siempre suena el agua cantarina que dejarse caer por el nuevo recinto de San José, donde todo es más moderno, pero más aséptico. Cádiz huele a Cádiz en los alrededores del viejo mercado, junto a la churrería y la freiduría, frente a Pepi Mayo que andará ya haciendo trajes de piconera y redecillas de madroños para que no se le eche encima el tiempo.

A mí me gustaban las marquesinas llenas de especias y plantas medicinales, el bullicio musical de "El Melli", las ropas de saldo y el batiburrillo de todo a cien de enfrente. Me gustaban las niñas bailando tanguillos y alegrías en los tablaos, el humo de los buñueños y el olor de las castañas en la calle, aunque en el sur no se condense el aliento por estas fechas y parezca menos noviembre.
Me encantaba pasear entre el gentío de puesto en puesto, admirándome de la capacidad de convertir la fruta y la verdura, los pollos y los pescados en figurantes de auténticas obras de arte y paciencia. Y las cestas de marisco colocado con tiralíneas, las nécoras rojas y deslumbrantes en su justo punto de cocción, el olor a bocata y manzanilla, la tentación de los torreznos que allí son chicharrones, la carne mechá y las cañaíllas y las ristras de bombillas por los pasillos.

Supongo que si estuviese en Cádiz y viese el viejo mercado como un solar sentiría un desgarro parecido al que me arañó el estómago cuando ví el Gran Hotel reducido a una escombrera y recordé tantas mañanas de tertulia y café torero que ya nunca serán. Así que prefiero soñar que recorro aquellos puestos engalanados que ya son memoria con la sonrisa en la cara, admirando a un pueblo que le hace guiños al dolor con cantes de fiesta y el arte del ingenio.

Es la fiesta de los "Tosantos". Y aquí se celebran, porque me hablan de la Cádiz mágica de la que es imposible no enamorarse, a la que siempre quiero volver.

domingo, 21 de octubre de 2007

El último bohemio

Se nos acaba de morir Patxi, que llevaba un año muriéndose y muchos castigándose. No sé si fue su mala cabeza o su santa voluntad empecinada en apurar la calle igual que apuraba el whiski o la coñaca. O simplemente que siempre renegó de una crianza entre algodones para echarse en los brazos de la bohemia, tan atractiva y tan cara como una puta de lujo. Porque la voluntad, los sueños y el salirse del tiesto siempre exigen peajes caros, tributos tan altos que hace que se conviertan en saltos al vacío de los que es imposible salir ileso. Y Pachi -lo siento, querido amigo, pero a mí siempre me gustó castellanizarte- lo sabía y lo pagó hasta dejar sus bolsillos vacíos de pasta y llenos de vivencias.

Me gustaba escucharle hablar de su vida en París, de sus historias por el País Vasco, de sus exposiciones y de sus proyectos, incluso cuando ya no tenía proyectos. Me gustaba hablando de su pintura extraña y sus aventuras locas porque te dejaba soñar con él. Y me gustaban las noches en que nos pillábamos pelín azufrados y se arrancaba por soleá porque se le ponía el alma flamenca y tocaba todos los palos. Con la voz rota y probablemente con el alma rota o llena de agujeros. Con los ojillos claros destilando esa vida tan intensa que siempre me fascinó, desde niña.


Lo de Patxi fue peculiar hasta el final. Cuando se lo llevó el coche por delante y le dejó el cuerpo con más empalmes que una estación ferroviaria, se corrió como la pólvora la noticia de que había muerto. Quienes lo conocíamos sabíamos que Pachi se había empezado a morir mucho antes, que sólo le mantenía en pie ese extraño idilio con la libertad, que fue la más fiel sombra que le cobijaba. Y yo nunca quise reconocerte en el abandono último, ni en las cadenas del último año, ni en el olvido y el silencio que impuso esta ciudad sobre tí como una losa. Ni en esas canas que retrató Pascual a traición, que yo hoy traigo hasta aquí para que no se me olvide tu rostro.

Salud y libertad, querido Pachi. Corrígeme la "che" por la "tx", que no me importa. Hoy brindaré por tu vida, por tanto como nos dejas, por tu sonrisa pícara y por ese alma flamenca que ya está arrancándose por quejíos en el tablao de Currillo el Palmo, ese que canta Serrat, en el cielo de los bohemios y las buenas almas. Que tiene que existir por cojones.

Ahora sí, Pachi. Ahora sí, la paz es tuya.
Un beso.


sábado, 20 de octubre de 2007

Mágica tierra nuestra

Siempre pensé que vengo de una tierra donde la podredumbre nos impide ver la magia que se esconde por sus esquinas. Pero esta noche era la noche de la magia y ni cien mil lenguas con sus doscientos mil filos nos la podía arrebatar.

Siempre quise creer en la magia. Quizá porque los únicos reyes que reconozco desde niña son sus majestades los Magos de Oriente, y no por monarcas, sino por magos. Porque nunca creí en otra corona que no fuese la de este trío que sigo esperando cada madrugada del 6 de enero como si con ello recuperase aquella emoción infantil que tanto añoro. Quizá porque desde tiempos inmemoriales los magos son como la carta del tarot que los representa: los que crean, los que ilusionan, los que nos iluminan la vida, los que ponen estrellas sobre el tapete. Y en estas noches de transición al invierno necesitaba 52 naipes franceses para reinventar una Zamora mágica donde el día a día no sea un ejercicio de supervivencia.

Mago Jesu, mago Jose, mago Paco, mago Marcos. Los cuatro reyes de la baraja, los cuatro magos de mi Zamora encendida de sorpresas en esta noche de octubre al pie del río. Los que extendieron la alfombra de la sonrisa en el bar con nombre de ciudad asturiana y tortillas de patata de pecado. Los que nos recordaron que sólo hay que creer para volver a ser un niño.

Y asciendo la cuesta acariciada por la nueva oda a la alegría que ha compuesto un circo del sol para este siglo XXI. Y llego a la puerta de casa flanqueada por la amistad, cierro los ojos y me digo que debo aprovechar que esta noche creo para escribir esta entrada antes de irme a la cama y no pensar cuando me despierte que acaso fue un sueño la bendita magia de esta tierra nuestra.

martes, 16 de octubre de 2007

Otoño

De pronto, me doy cuenta de que ha llegado el otoño en forma de verano tardío. Que ya están cayendo las hojas de los árboles de Valorio como si tuviesen prisa por tapizar el suelo y ser nada; que ya baja el Duero chocolate y crecido de lluvias prematuras. Que echo de menos la luz deslumbrante de Cádiz cuando muere el sol y sólo se atreve a replicar el murmullo de las olas que siempre vienen a besar su arena.


No sé cómo fue el día que señaló su punto de partida en el calendario ni quiero acordarme, pero ayer supe que era otoño. Que no hay flores en los caminos ni polen perezoso en el aire. Que he dejado el verano y los sueños de sus noches hibernando en un ataud de cristal como si fuesen una princesa muerta que nunca mereció un beso para danzar descalza bajo un sol que no quema.



Que nos espera a la vuelta de la esquina el noviembre de difuntos y buñuelos, el olor a castaña y brasa, los cielos empañados de niebla y nostalgia, abrazados a la tristeza. El hielo, los amaneceres de plomo, la soledad de la sábana, el mar que siento tan lejos pero tan mío. La caricia tibia que perdí en una apuesta a cara de perro. La tierra negra en la que quiero mancharme las manos como si fuese tinta.


Que pronto vendrá el frío a aposentarse por los rincones y querré escapar a donde no se me quede el alma tiritando. Que mi bosque se viste de humedades como si fuesen lágrimas destiladas que escapan monte abajo y visten de cristal los zarzales cuando amanece y los pinos que escupen agujas y frutos.


Sé que es otoño porque están encendidas de sangre y olvido amarillo las copas de los álamos antes de vaciarse y quedarse desnudas sin sombras en las que cobijarse. Y mientras sigo caminando y dejo que el tiempo caiga lentamente, como si fuese hojarasca inerte que piso por el camino.


Tan insignificante, tan poca cosa.

viernes, 12 de octubre de 2007

España

Fiesta del doce de octubre en la España de la calle dividida por la división eterna de España. España, nuestro suelo y nuestro cielo, sin fronteras, si España es también Portugal y el mar azul que nos rodea como un grupo de cuatreros amedrentando a una chica hermosa.

España, mi España, la de las dos banderas si ninguna se impone por cojones. España como una explosión en los dientes. España blanca de luz, España negra de lutos, de ritos, de toros sagrados que mueren en la arena en las tardes de calor y moscas.

España de golondrinas que surcan el verano; España de los niños descalzos que cantan carnavales en la playa; España de río Duradero, del sol posado sobre las terrazas de la plaza mayor de la piedra dorada. España del paseo de los tristes en el que emerge la Alhambra como un consuelo evocando el rezo del almohacín; España de olor a salitre y barquitas de pesca allá donde el sol se esconde entre los dos castillos que abrigan La Caleta. España de verbenas y vemús con los viejetes bailando al tres por cuatro.

Mi querida España de tirios y troyanos. La España que canta el himno de la libertad por boca de quienes nacieron en tiempos de la democracia y de quienes nunca se callaron. España de Cristos con los pies desgastados de besos; España herida de amores que nunca cicatrizan. España de versos desgastados y de versículos profanos redactados sobre la piel. España presumida de castañuelas y dolor jondo, del dulce quejío de las comparsas, los cantes de ida y vuelta, de norte a sur, el vaivén liviano de las voces, el redoble de las penitencias, el silencio que nos arropa, los héroes del silencio que son los héroes de cada día.

España de cuernos y caperuces, de olor a pino y bosque por el santuario sombrío de Valorio. Verde España de montes cantábricos, verde que te quiero verde en las alturas de Grazalema y mirando hacia Africa allá donde el viento sopla más fuerte. España de sol y nieve, de pieles tostadas y miradas claras. España de catedrales y mezquitas, espejo del sueño eterno de Al-Andalus. España judía y emigrante, España exiliada, España peremne. España de levante y de poniente, España de vivos y muertos, de lutos y saraos.

Este es mi país. En el arco iris reside la bandera de mi patria.

sábado, 6 de octubre de 2007

Abrazar la piedra

Hacía bochorno, presagio de las tormentas y aguaceros que han alimentado el Duero hasta dejarlo crecerse por las orillas. Subimos porque queríamos abrazar la piedra, abrazar el aire azul y gris plomo que cubría como un manto nuestras casas, nuestras calles, nuestros tejados. Divisar desde la torre maciza los trazados de nuestro paisaje y ponernos a salvo de la malicia que habita tras sus puertas.

Allí, a la sombra del cimborrio, todo es tan abarcable y tan sereno que daba miedo pensar que al descender sobre nuestros pasos la ciudad nunca fuese a despertar de su pereza peligrosa, de su quietud placentera pero sumisa. Beso letal que nos duele pero no mata.


Quisimos ajustar el reloj del tiempo y quedarnos como espectros reflejados en la Bomba, esa campana inmensa con nombre de munición que reza en bronce cuando el Cristo de las Injurias atraviesa el atrio en la tarde del Miércoles y el silencio se hace juramento. Quisimos quedarnos para siempre allí arriba, acariciados por el batir de las alas de un ejército de cigüeñas que ya no emigran en los meses del frío.

Dibujando caracolas y enigmas sobre las escaleras desgastadas, atisbando desde la altura la mirada románica que nos preside cada día. Siguiendo con paso corto el rastro medieval de los canteros que obraron el prodigio a golpes de cincel. Sonreíamos como si participásemos de algo mágico con los pies anclados al mismo pie del cielo, bajo la luz dura del sol de mediodía que castigaba nuestra osadía de surcar su territorio.

Por unos instantes, mientras abrazábamos la piedra, supimos del secreto de los siglos que mantiene intacta su insolente belleza.